CONTRATAPA
› Por Marina Maggi y Pablo Serr
El primogénito desciende del auto. Apunta con el índice la altura de una rosa blanca destellante en su indolencia. Ha llegado para imprimir en el rostro de su madre la pura velocidad de la cura. Su tibia expresión es una huella siempre viva: la rebeldía recalcitrante de la madre, la clemencia heredada del padre.
Ella lo aguarda desde temprano. A menudo brutal, por el tanto salitre del agua, el té tuvo otro sabor ese día. El padre sale a recibirlo, bañado en luz. Se detienen a observar el joven árbol desnudo sonriéndole a la tierra vieja. El vestíbulo sigue siendo tan fresco como siempre. Arrebatada por el aroma a encierro, la habitación le resulta al muchacho más pequeña: cubículo irremediable, panorama exaltado en horrible sueño y sudor. A los ojos de su madre, la sombra almibarada del hijo recoge la exacta indecisión de la vida: le era imposible seguir luchando. Manuel levanta una manta caída y la acomoda sobre los pies, que deben estar más allá de cualquier tipo de frío. Al girarse, le parece ver un montículo de tierra al pie de la cama.
A las ocho de la noche, como si nada hubiese cambiado ni pudiera cambiar nunca, el motor se enciende y el auto desaparece más allá de una nube de tierra.
***
El manjar del rocío se desliza y cae de cada hoja con movimientos tenues, perdiéndose. Lo áspero del amanecer descompone en filigrana deliberadamente acuosa el silencio que tuvo lugar hasta hace breves instantes.
Lejano, recóndito, el temblor de la brumosa soledad del campo hace regocijar de placer la oscuridad, que va debilitándose. La habitación, casi siempre llena de muerte rancia, transmuta en frescura de pasos que sin dudarlo más atraviesan el corredor hasta el umbral donde comienza la penumbra aún dormida y torrencial.
En el fondo del aljibe, descansadamente, una hoja se mueve apenas sobre la superficie del agua.
Comienza a abrirse la flor contradictoria del día. Cierta amargura tiñe los últimos pulsos del sueño del hombre, negándole al río infantil su profundidad ilesa. Apenas cruel, la brisa desanima la irremediable franqueza del olor a hierba en el aire. Cada tanto, la prosa insensible de una o dos nubes despliega sobre el tapiz divergente de los campos su negativo asustado, el cuero indomable de un animal muerto.
Las bestias comienzan a moverse: el desperezo de un reino eternamente inocente en su indolencia. El árbol junto al aljibe lanza su altura al vértigo de un eco enlutado en vacío. Su orgullo vegetal se brinda a la más fiel profundidad: aquélla que está a sus pies, besando ocultamente sus raíces.
--¿Has presenciado alguna vez la marcha verdadera de la muerte? El viento gira sin parar, parece que va a romperse en dos el hilo menguado del silencio terrestre.
--Escuché alguna vez el murmullo asustado de la lombriz socavándome. Era un susurro triste, infinito, casi imposible.
--Ella ha de estar por partir, pronto podrás sentir los troncos de su gran silencio temblando entre tus piedras.
--Y vos tendrás la imagen última de su muerte avanzando, haciendo surcos en el camino que protege de pulcra luz tu sombra.
--No habremos de llorar, será el inquebrantable paso de la muerte.
--No sabremos llorar, será como si callaran de repente los sonidos elementales del mundo.
***
El silencio de tu respiración --como el agua, mortal--, su escarcha reluce aún sumergido. En tan eterno desenvolvimiento muchas veces tus dedos se iluminan (pudiste transformar la noche en luz) mientras rogamos y ocultamos algo. Todo en tu inmovilidad se sostiene.
Un viaje. El de siempre, ese que regresa una y otra vez, clausurada y herida la puerta del tiempo que lleva hasta él. Es el original, el primero. Quizá el último. Un rostro al iniciar el viaje. Es el primero y tal vez sea el último. Otro rostro, distinto del primero, pronuncia, en silencio, su nombre. Su nombre en el aire se despliega como un capullo, como una guirnalda, y frente a él se hace, al fin, la luz. Algo abrumado, se avergüenza de sí mismo.
El tren se detuvo. La gente comentaba, luego alguien no se sintió bien. El baja la vista. Alza la mirada pero sin ver. Una niña en el asiento de enfrente les sonríe. A lo lejos, sacando la cabeza por la ventanilla, una brasa inepta sobre un fondo plomizo, de aspecto moribundo. De un lado, el verano febril desparramando vida. Del otro, sobre los campos renegridos, los frutos muertos que se dejan succionar por la tierra.
El sueño le pesa en los ojos. La mirada se resiste. Mientras tanto, se va el sol. No sabe si es vigilia o es sueño, no sabe por qué la persigue el mismo primer rostro. Sólo hablan los niños o algún viejo dormido. Silencio. El sol acaba de morir. ¡No! Ya es otro día. El sol recién está naciendo. Las piernas y los brazos son una sola masa informe sobre el pecho que tiembla. La boca no despierta. Algo, alguien, ha muerto.
Es su viaje, el último, el único que recuerda.
***
Al pasar los días, el mismo movimiento que va conteniendo las horas se desarma. El tiempo sólo pertenece a aquello que, como la mañana y la tarde, va tomando la forma de lo que sucede. La lluvia es un impulso: la hierba se multiplica y surge de su refugio, adornando la tierra. Llegan entonces los insectos.
Aún estando la tierra húmeda, la desesperación de pensar en levantarse. El dolor se añade al cuerpo como si la carne agobiada fuese más que sustancia. Circula el tren sobre la mesa vacía con un sonido atroz que tiembla como temblaba ella en su asiento treinta años atrás.
Hay un día que se abandona, que se descuida y se reencuentra. Hay una mesa que durante esa y otra mañana será el vientre de las cosas enmarañadas que quitan el tiempo y lo entregan como en una canasta. Todavía aquel signo pestilente, la llama viva de la muerte cerca. Menos dulcemente se entregó la miga al viento.
Una corazonada como una flor, como una campana: es la noche anticipada, que vibra y descompone en tornasoles siniestros las estrellas, cuerpo extendido a lo largo de un vacío enhiesto, irregular, dilecto. La contención, la bruma en el éxodo. Las pastillas encerradas en la gruta azul crispada de su mano, escondidas para que desaparezcan hasta entrar en la habitación. La lucidez de esos labios al callar, la mano ahuecada sustentando como suyo el silencio estridente que horada la mueca hastiada y limpia de su sonrisa. Ella toma el agua con torpeza. En ella está también, como un campo abierto, el temblar.
**Fragmento de la novela "La promesa de vivir".
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