CONTRATAPA
› Por Natalia Massei
Aparecen primero los lentes oscuros y el cabello ondulado. Después veo al hombre y por último, la silla de ruedas. Avenida Godoy a la altura del seis mil, Rosario. El hombre en silla de ruedas limpia vidrios en un semáforo.
Mientras escribo, Clara se mete entre la ropa colgada del tender. Desaparece y de repente se asoma entre bombachas y camisetas diciendo hola. Es día de prendas blancas. Me sonríe con ojosquenotedigo. Se cae y se levanta sin llorar. Viene hacia mí, me manotea el mouse y se abalanza sobre el teclado. En un movimiento rápido, salvo el archivo. Ella repite holahola con una voz nueva que no se cansa de ensayar. Retomo el texto y avanzo. Dejo atrás al hombre en la silla rodante.
Hay una cola interminable para entrar a la Granja de la infancia. En el asiento trasero las nenas duermen. Giro en u y seguimos de largo. Hablamos sobre el territorio. Marcos asegura que significa situación, el lugar donde uno pone el cuerpo en su militancia.
Me pide una moneda un pibe. Se tira encima del capot y empieza a frotar el vidrio con una esponja cargada de agua jabonosa. Escucho vagamente una sirena o una alarma. Extiendo la mano y asomo un billete que flamea sin viento. Como una bandera pero más liviano. El muchacho se desliza y agarra la propina al boleo. Acciono el limpiaparabrisas. Arranco muy despacio a través de la espuma. Detrás hay una fila de autos que braman. No los veo. Estoy atenta al pibe, tambaleante sobre el margen de la calle. Marcos se cruza por delante de mí y saca la cabeza por la ventanilla:
-¡Rescatalo un poco, amigo! --le grita a otro pibe apostado en el centro de la avenida.
Se me va el auto hacia la derecha.
-¡Largame el volante que estoy manejando!
A toda velocidad, gira una ambulancia en el sentido de mi mano. Y ya no puedo ver por el retrovisor al pibe, ni al amigo, ni la esquina donde estuve a punto de chocar con una ambulancia.
Pozos y más pozos hasta llegar a Lagos. Hablábamos de cuerpo y militancia. Y del tránsito. Es martes pero adentro parece domingo.
En el parque siempre pienso en otra cosa, pienso en algo. Hamaco a mi hija y observo alrededor: la gente, las cosas. Miro la cara de la señora que espera un mate. Pienso qué pensarán ellos. Si piensan, como yo, siempre en algo. En otra cosa.
Mastico un churro y pienso en los ojos encendidos de Clara mientras corre. Luci quiere aprender a treparse de una cadena que sube hasta lo más alto de un árbol. Se puede subir o bajar, me dice. Contemplamos la cadena mientras Marcos persigue a Clara. Le sacude las manos y las rodillas después de cada caída sobre la tierra. El sol nos pega derecho en los ojos, un poco los cerramos y nos hacemos visera con las manos. Ninguna de las dos se mueve. Ella también piensa. ¿Pero qué?
En la vereda de enfrente reconozco un portón. Cuando era chica, una vez dormí en esa casa durante un campamento escolar. A la mañana, un ovejero alemán nos despertó dándonos lengüetazos en la cara. Me quedé muy quieta hasta que se fue.
Ese día aprendí que al miedo se le gana dejándolo entrar o entrando uno. Atravesándolo. Una vez que pasó ya está. Jugamos todo el día al aire libre. A este parque venía siempre pero ésa es la única vez que me acuerdo.
Me pregunto si recordaré esta tarde. En todo caso, quedará escrita. Estoy fotografiando memoria.
El día que nació, Clara me miró de una forma. Lo anoté. Escribí una sensación. Quise capturarla para siempre. Sin embargo no la encuentro en esas notas. No está en ninguna imagen. El recuerdo se diluye y lo único que me queda de esa mirada es una idea. La convicción de que existió.
Una imagen no vale sin palabras.
En la calesita, Luci sacó la sortija. Su padre le había dicho: no trates de agarrarla donde está sino donde va a estar. Nos matamos de risa. Ella lo miró con seriedad y subió al caballo. Es creer o reventar.
Del otro lado está el río. El sol lo ilumina al ras. Es un río de reflejos y sombras.
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