CONTRATAPA
› Por Luisina Bourband
El objeto reluce, tiene un brillo propio, ilumina las caras de los chicos que reúne a su alrededor. Estamos en la heladería, y los ha nucleado un niño de su misma estatura que entró con pistola, pañuelo de cow boy y sombrero. "Oh, tiene una pistola", se comentan entre ellos con los ojos grandes, como si fuese el hallazgo de un tesoro perdido. Los padres de los niños en círculo deslizan una mirada con aires reprobatorios a los del niño vaquero. Es que lleva un arma, y es en Rosario año 2013. Hace siete años que en la Provincia rige la Ley 12.667, que prohíbe la fabricación y venta de armas de juguetes. Se propone "prohibir las réplicas de armas o juegos que revivan situaciones violentas".
Muchos padres políticamente incorrectos peregrinaron en los últimos días en busca de juguetes 'prohibidos'. La empleada de la tienda, una especie de psicopedagoga free lance dice con una certeza inclaudicable: "Está bien que no se vendan armas, es para que los chicos no sean violentos. Después si no salen a robar." Le contesto que ellos mismos venden espadas, cimitarras y otras variantes de armas blancas, o sea que estos fututos jóvenes chorros robarían a cuchillazos entonces.
El supuesto subyacente de la empleada pro paz es el mismo de algunos argumentos que se esgrimieron cuando se discutió la ley citada y otras leyes similares en otras provincias. Yo me pregunto por qué insólito procedimiento sellado por el sentido común, se ha concatenado jugarconpistolasde-jugueteser delincuentedejovenviolencia social. Y qué otra locura plagada de fe, coloca a la prohibición como garante de que esto no ocurra.
Dos pasiones pueden agregarse a las ya gastadas por el ser humano: la pasión por la literalidad, y la pasión por la prohibición.
Roland Barthes advertía esto a mediados del Siglo XX, el peligro de tomar al niño como otro igual a sí mismo, y dotarlo de un mundo de juguetes plenos de sentido que prefiguran literalmente las funciones adultas.
Por suerte, el niño nunca está exactamente donde lo colocan, y en cada gesto lúdico desarma la empresa reproductiva. En cada gesto lúdico remeda a aquello que le dio origen a los artefactos con los cuales jugar: los primeros juguetes fueron producto de los restos que quedaban en los talleres artesanales, donde los oficios tenían su lugar. La madera, el hierro, las lanas y las telas. De lo que sobraba en los adultos, los niños inventaban un mundo a la medida de su fantasía. Los juguetes de ahora son el sobrante de los adultos, pero en tanto exceso: son el efecto de una estrategia propagandística mundial, eficaz, homogeneizante. Se trata de otro exceso, que no es allí donde la mirada del adulto desaparece para que el niño pueda imaginar, sino donde está la mirada intrusiva de un adulto que pretende llevarse el botín imaginario de un niño que se pierde entre un mundo de objetos de plástico.
Pero los niños siguen jugando con objetosrestos que no han sido pensados y significados como juguetes. Recrean la metáfora, clausuran la literalidad.
Por otro lado, la prohibición, como en un oxímoron social, tranquiliza a los padres progresistas abonando la idea de que un mundo pacífico, un equilibrio armónico, puede reemplazar a la agresividad que funda las relaciones sociales. Su miedo a la violencia puede aminorarse. Su conciencia estará tranquila, mediante la maniobra de reducir el sujeto a la víctima. A la siempre posible víctima por la discriminación, por el acoso sexual, por el cigarrillo, por el medio ambiente (y la lista sigue), se suma el niño victimizado por el juguete violento. Lo que demuestra que cada vez menos, gracias a la virtualidad, aunque parezca lo contrario, no podemos tolerar encuentros violentos con otros, sostener un conflicto, afrontar una heteróclita diversidad. Siempre hay en las relaciones algo perturbador, violento, que escapa a lo protocolar. Decir "te amo" sin ser correspondido es violento. Es raro escuchar decir: "Usted discúlpeme pero no quiero molestarla, creo que la amo, si usted está de acuerdo."
El recurso a la prohibición demuestra que la invención radical que surge del juego de un niño puede ser más temible que su monstruosidad, que su rasgo siniestro (de esto el cine ha producido un tendal de testimonios).
La prohibición viene como una muleta moderna a reforzar el intento desesperado por evitar el trauma de lo nuevo que pueda surgir de ese ser humano desconocido que es un niño, demasiado abierto, demasiado libre. Es el temor a la sexualidad infantil que se renueva desde que Freud la descubrió en 1905, evidencia frente a la cual la sociedad no se sobrepone.
Lo contundente es que en esa cadena tan neciamente soldada: jugar con armaspibe chorroviolencia social se elide el juego, está borrada su potencia transformadora. La posibilidad de que un niño juegue, de que un niño tenga la experiencia de lo infantil (que puede no tenerla), es lo que le permitirá sopesar la diferencia entre un arma de juguete y un arma de verdad. Los jóvenes 'francotiradores' norteamericanos son pichones de una sociedad opresiva y sin metáfora, que no les ha donado esa diferencia. Podríamos decir que el problema de EEUU no es la cantidad de armas, es la psicosis.
El juego es lo que permite poner en un territorio controlado, la posibilidad de matar a alguien, en una escena lúdica. Es el tratamiento de la intolerancia. El actuado velorio de los hinchas de Racing hacia los recientemente descendidos de Independiente está en este terreno. Tan criticado esos días por los siempre correctos periodistas. En el juego hay un tratamiento de lo real, del sexo y de la muerte, dramatismos que azotan desde los primeros tiempos de la vida.
"Yo lo veía con mi papá, jugábamos a los soldaditos y pasaba y por ahí te rompía todo. Eso hacía Néstor, por ahí estabas así jugando, esto que lo otro, y pasaba y decía 'Ehh...', y papa, rompía todo, y otra vez a arreglar todo. Se divertía, nosotros nos enojábamos, pero lo volvíamos a armar... creo por ahí nos estaba enseñando algo, no sé"; relata Máximo Kirchner de su padre, en la película de Paula De Luque.
El relato es de una escena antigua. Un niño actual se encuentra privado de gestar este recuerdo infantil del "papa", frente a la sofocación forzada de los juegos ásperos y a la imposición de los juegos blandos, pedagógicos, sosegados. Gestar ese recuerdo está impedido por la tontería que plantea que la prohibición de la agresividad va a evitar la aparición del acontecimiento.
La sofocación subjetiva es su recaudo.
Y si se sofoca al sujeto también se sofoca la política.
Parece que una sociedad 'evolucionada' se condena a sí misma, como decía Nietzsche, estando cada vez más lejos de la madurez, que es volver a encontrar la seriedad con la que jugábamos cuando éramos niños.
Dicho en criollo: señores padres, aún si se prohíbe un juguete, el niño vencerá a la ley. De los restos de los adultos, él se construirá su pistola, o lo que necesite para tramitar sus asuntos pendientes, variando sobre lo que la cultura le ha impuesto. Allí donde es libre y nadie puede alcanzarlo, él se fabricará el arma y correrá a otro niño más pequeño desplegando su sadismo.
El juego es absolutamente subversivo, y a eso no hay ley que lo "desarme".
Por suerte, siempre que haya un niño, aún en un desierto, se jugará mínimamente la posibilidad de la redención de la humanidad. Siempre que haya al menos un niño, ese niño podrá, ante la infinita estupidez humana, fugar con juego.
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