CONTRATAPA
› Por Hugo Alberto Ojeda
Un amigo.
En las medias mañanas de los domingos, el tiempo adolescente se recobra en la plaza San Martín. Se desvancen las escenografías de sórdidos espectáculos montados en la Jefatura y el Comando. Los faroles vuelven a tener lámparitas de filamento, el monumento a San Martín se despoja de los apáticos andamios restauradores, los bancos de madera pueden moverse. Bajo las hojas secas de los plátanos se borra la deshonesta imitación de las veredas de Ipanema, vuelven las clásicas baldositas cuadradas de cemento gris.
Éramos tan libres y teníamos todas las fichas.
Entre tantas diapositivas nostalgiosas, la figura de Leiva cantando "I will", imitando el falsete de McCartney, sacando los tonos de Harrison. Se presenta más cierta y real que las noticias del diario acabado de comprar.
Algo, un sentimiento me empuja a hacer la pausa, buscar un banco, dejar rozar materia y espíritu en las chispas del tiempo. Teníamos una callada soberbia: el florecimiento de la jodida Historia se a iba a dar en nuestra generación. Rosario era una fiesta de barrio. A esa reunión, una tarde llegó David, el Leiva.
Lo conocimos en el mítico sótano oscuro y húmedo de la calle Mitre al 700. "Corchos y corcheas". Era una época tan virgen, tan ideal. Todavía no nos había salpicado la masacre de Trelew. El tan lejano otoño del 72. El Pichi De Benedictis estaba aprendiendo a tocar la guitarra en un banco de esta plaza. Acá, en esta misma intemperie, el Indio Lamas le dio algunas clases salvajes. Le enseñó los punteos de esa canción donde Vox Dei anunciaba que el amor no tenía medida.
Rosario era una ciudad espontánea, simple; todavía había más gente que artistas. Como siempre estaban los que iban de la casa al trabajo y los que querían mover la cosa. Y esos que cubren la infinita gama que va del blanco al negro. Esa masa de anónimos cotidianos que, al estar tanto en la realidad son ninguneados por la sociedad del espectáculo.
Nos junábamos todos. Mezclado con esos verdaderos hacedores, había un loco lindo que nos hizo la mano para conseguir un lugar donde hacer música y teatro. Era el mejor amigo de Felipe Rodríguez Araya, el vago se llamaba Nicanor. Vivía asilado en una cama al final del laberinto recto de un pasillo de la calle Entre Ríos, sin aclarar nunca si imitaba a Johnn Lennon o a Macedonio. Así Carlitos Piccolini nos prestó (gratis) el local de "Corchos" los domingos. Matineé concert. Una de esas soleadas tardes se apareció David, desenfundó la guitarra y empezó su canción.
La guitarra era la mítica que le había vendido el irlandés, el primer cura de la iglesia de Parquefield. La canción era el jingle del viejo reloj.
David se integró a la barra con las indescifrables leyes de la amistad. Era un ser querible y espeso. Un tipo transparente, con todos sus defectos y virtudes al aire. Con la misma facilidad podías hacerte su amigo o cortarle el rostro para siempre.
Estudiaba y trabajaba en una agencia de publicidad dibujando con plumines y la Tintinkuli. Tableros, cartulinas Romani, escuadras Staedler y tintas. Podíamos conmovernos con Witman y los Trovadores, con Jimmi Hendrix y Tejada Gómez. Con Joan Báez y Teodorakis tocando en el cine Real.
Un simple de 33 1/3 sonando a 78, la urgida canción de la Historia. Los compromisos de la vida nos fueron dispersando. Pero siempre encontrábamos la oportunidad para el vinito y el asado, el pretexto para que volviera a desenfundar la guitarra. La excusa de la tapa de un CD o un afiche para llegar mateando hasta la madrugada.
No supe que nunca jodiera a nadie. David un día se fue, la vida es movimiento. El tiempo no se mide en la gráfica que va del tiralíneas hasta el Corel, ninguna ciencia puede reproducir el boceto franco que va de La cebra a lunares a la Risario.
Nosotros morimos, los afectos no. Esta mañana de domingo miro pasar la nada en un banco de nuestra plaza San Martín. Me siento cerca de los que queremos tanto a David.
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