CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolessi
-¿Por qué me lo das a mí?
-¡Porque es tuyo! -me dijo
Era un niño que conocía sólo de vista, pasaba siempre por la vereda de casa, nunca supe su nombre, ni a dónde iba, ni de donde era. Lo tomé, lo guardé sordamente en el bolso y entré a casa.
Aquella sentencia que me adjudicaba a mí ese objeto fue secreta e internamente un robo, así que al llegar lo tomé del fondo del pozo de tela y lo oculté del aire siempre oscilante de mi habitación, que a veces cuenta cosas que no debe porque "las ideas están en el aire", escuché una vez; y me lo creí.
No deseaba yo que mis ideas ahora algo impuras o descabelladas ingresen, de alguna misteriosa forma, en los oídos del barrio (si es que las ideas primero se oyen), o que entren, sino, primero (supongo) por los cabellos desatados y suban como un veneno que delate mi acción tal vez algo incorrecta.
Cuando estuve en la soledad inmensa y se callaron los pasos (era madrugada) cerré la ventana y abrí nuevamente el cajón; tomé el objeto con dos dedos y deletreé un nombre que podía leerse en una de las extremidades. Lo taché porque ya era mío, contaminado con mi mano, el olor de mi cajón y mi aire; porque alguien me dijo que era mío e irremediablemente lo había creído como se cree algo que se comprueba; algo que es indudablemente cierto como si se lo leyera en el diario. O tan encarnizado como el sentimiento de avergonzarse, o de arrepentirse.
Una sensación nunca antes percibida me provocaba este objeto de punta y madera que parecía ser muy antigua y muy tocada. Acto reflejo corría a lavarme las manos después de tenerlo agarrado apenas con dos dedos, como si quemara o estuviera corrompido, pero al contacto con el agua mi piel ardía y una (primero) leve mejoría recorría mi cuerpo.
Mi cuerpo está angostado, algo asimétrico, como si la espalda se me ensanchara en una curvatura peligrosa, poco mundana, o al menos nunca había visto más que en alguna película una curva semejante, y sufro de diabetes insulino-dependiente desde los 7 años.
La vida ha sido cruel; pero creo tener por primera vez el arma para matarla antes de que ella lo haga en mí y desde mí. Es un arma algo delgada que podría perderse en cualquier parque, en cualquier pasillo o en un bolso, pero la he rescatado de esas muertes inútiles y ya puedo honrarla como oráculo de augurios benignos o semblante; posible esperanza de ésas; las que uno puede tocar con los dedos (con dos) y quemarse las yemas y después aliviarse entero por el precio de dos yemas o de una segmentada quemadura apenas humanamente visible. Ese precio, que no lleva números, dispuse pagarlo sin pestañear. Y firmé sentencia.
Pudre la noche, pudre el día. No sé hacer más que abrir ese cajón que me gobierna como si yo fuese poca cosa; los días me van convirtiendo, siniestros, en un animal obsesivo y temerario. Oigo a mi perro rasguñar el metal de la puerta, oigo una revelada duda que no respeta mis órdenes.
Salí de casa y fui al parque a distenderme pero las miradas abalanzadas una por una sobre mí engrosaban la curva inmensa de mi espalda y ya al estirar los dedos rozaba el piso, y casi sentía quebrarse algo como madera dentro de mí. Anduve por las calles como un vagabundo espalda incoherente, doblé en las esquinas, subí a las veredas como cualquier persona; todavía con las dos piernas. Llegué a un barrio alejado del mío, no sé cuánto caminé ni qué era yo antes de aquel hurto.
El día sucumbía, callejón mediante. Lo esperé morir. Cuando hube en la oscuridad el frío subió como sube una marea y me abrazó crispando un segundo mis vértebras que se irguieron y por última vez el cristal de una casa me devolvió una imagen humanamente decente.
Sepárese, por favor, mi corazón de esta metamorfosis física, involuntaria: de nacimiento. Creí que sólo era una mancha en la espalda y ahora esa mancha subestimada en tiempos de ingenuidad, me comió entero.
Seguí caminando al amparo de los serenos fresnos, que solo sirven para hacer mugre. Si habré barrido las cascarillas de sus frutos insulsos, si habré comido la semillita de sabor picante y después escupido con una mueca deforme, tan deforme que no podría repetir aunque quisiera. Esta tortura es, tal vez un poco, culpa de aquellos pequeños desprecios.
Derrotó a mi cuerpo finalmente la angosta realidad, me presioné la cara con las manos, lloré y el grito que se desprendía no era un grito humano, sonaba como un crujido de uña en el pizarrón que me hizo mal los dientes, y arrugué la frente; la expresión de mi cara (digo cara porque ya no puedo decir que haya sido un rostro) se ensanchó en una sonrisa de dolor que sólo borraron las horas. No había nadie en la calle, la imagen del objeto de punta y madera muy tocada, arma con que mataré a la vida que me mata, me obligó a serenar los movimientos de mi cuerpo y los deformados gritos (siempre involuntarios, claro, como nacer).
No subestimaré nunca más las retorcidas escaleras del tiempo, no volveré a subir los cordones o los andenes con dos piernas. No retornaré a la ciudad con su humus, con su smog que me alimenta la mancha y la agranda como la sangre alrededor de una flecha.
Volví a mi casa sin hablarme con las sombras. Tomé el puntiagudo objeto robado, llené un bolso con billetes y monedas, las jeringas de insulina y algo de comida. Un niño, desde la calle me vio salir por última vez, y se tapó el rostro con las manos.
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