CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Anoche soñé un cuento. Mejor dicho: soñé el argumento para un cuento. De acuerdo, argumento es una palabra pretenciosa que tampoco refleja lo que trato de decir. Así que tampoco. Debería decir, mejor, las cosas como son: soñé conmigo, alumbrando la idea para un cuento.
Esa clase de sueños es infrecuente para mí. Y, por lo general, todos acaban en decepciones. Ideas que siempre se pierden con las primeras luces de la mañana, y si no se pierden dejan de resultarme tentadoras, como si a la luz diurna se le vieran todas las impurezas y debilidades que en la penumbra había sido incapaz de percibir --porque en las raras ocasiones en que me sucede algo tan mágico y maravilloso como soñar que alumbro un cuento, indefectiblemente me despierto asediado por un entusiasmo excesivo, una especie de principio de éxtasis que me dura mientras esbozo la idea en una libreta que tengo sobre la mesa de luz y caigo otra vez en el sueño--. Durante ese rato que demoro en sumergirme nuevamente en la inconsciencia, siempre creo entrever un cuento. No importa si después, cuando pasa del germen al papel resulta bueno o malo: lo que importa es que en ese momento, en ese instante en que me incorporo en la cama con las cicatrices nocturnas a flor de piel, creo tener un cuento. Y siempre soy feliz cuando creo tener un cuento.
Pero vienen las mañanas. Como a falsos romances, a los cuentos que sueño muchas veces le cuesta sobrevivir a las mañanas.
A veces pienso, también, que no es la luz diurna --o la visión objetiva en la claridad de la luz del día-- lo que arrasa con mi entusiasmo, que no es la penumbra eso que distorsiona mi perspectiva o el modo de ver una idea, sino que soy yo el que muta en la madrugada. Puede que entre sueños, en la duermevela que va de un sueño a otro, suela bajar la guardia y entonces también duerma, en esos momentos, mi sentido crítico. Que me ponga menos exigente. Que esté atontado, incapaz de interceder, ese otro que me habita y que me empuja a desconfiar de cada palabra o cada frase, y por eso los cuentos entrevistos en sueños siempre me parecen mucho más tentadores que los alumbrados a plena luz del día.
Hoy la idea me parece prescindible. También se esfumó un poco. Pero sé que soñé con una canción de Soda Stereo, "Picnic en el 4°B". En mi sueño, alguien ponía la canción y a mí me llamaba la atención que nunca antes le hubiera prestado atención a la letra, que hablaba de dos hermanos que invadían el departamento vecino cuando su dueño estaba afuera, o algo así. Era una noción, un concepto algo difuso. Pero había un tipo que vivía en el 4° B y dos hermanos que vivían al lado, y cada vez que el tipo del "B" salía para ir a trabajar o para hacer cualquier cosa, los dos hermanos se metían en la casa y deambulaban a sus anchas, le abrían la heladera para tomarse sus cervezas, miraban televisión en su sillón favorito, leían los libros de su biblioteca y ponían música en su tocadiscos o equipo de audio o lo que fuera que el tipo tuviera en la casa. Después, de golpe, comprendía que la canción no decía eso --aunque hoy, al despertar, también comprendí que no tengo ni la más pálida idea de lo que dice la letra: apenas recuerdo el estribillo, y mal--, que estaba soñando y que esa historia que decía y no dice la canción era un buen tema para un cuento. Y entonces fue cuando me desperté de golpe.
Con la melodía todavía resonándome en los oídos, erguido en las sombras como alguien que se despierta por un ruido y se queda atento a los sonidos de la casa, a lo que acecha en la oscuridad, tuve la sensación de que había atrapado la punta de una idea desde donde desovillar un cuento y busqué mi libreta en la mesita de luz. Pero cuando quise anotarla la birome no andaba. Busqué otra en vano, durante un rato, pero al final volví a la cama.
Por la mañana, después de haber encontrado una birome y mientras cebaba los primeros mates, abrí mi libretita de ideas y pensé en el tono. Lo narraría en primera persona, desde el punto de vista del invasor --podía prescindir del hermano de la canción: mejor si era uno solo, que vivía al lado del 4° B, o tal vez enfrente--; quizás con un ritmo acelerado desde el comienzo, con frases largas que cortaran el aliento, que se fuera volviendo claustrofóbico y precipitara al lector hacia el final, al estilo del Cortázar de "No se culpe a nadie". ¿O mejor algo seco, con frases cortas y algunas largas intercaladas para romper la monotonía? No tenía que explicar nada, de eso estaba convencido: tenía que mostrar al narrador usurpando el espacio como algo natural, la extrañeza la pondría solo el lector. El invasor iría aprovechando las ausencias de su vecino para pasarse a su casa: primero ocuparía tiempos sin alterar el espacio --como en el sueño, miraría televisión recostado en el sillón favorito del dueño del 4°B; se prepararía mate o café para leer en la cocina, aprovechando la luz de la ventana; se pegaría una ducha y colgaría la toalla húmeda--. Después, iría cambiando cosas de lugar: pondría una mesa ratona que estaba en el centro de la sala al lado de la biblioteca; movería el sillón de un cuerpo más cerca del rincón para acercarlo a la lámpara de pie; cambiaría la disposición de las macetas del balcón para que a ciertas plantas les diera el sol durante más tiempo. Siempre abandonaría el departamento antes de que el otro regresara, pero cada vez más al borde de ser descubierto, cada vez más al borde del escándalo en la colisión de realidades.
Lo que cualquier lector avezado, o por lo menos cualquiera que conozca el cuento, habrá detectado cuando narré mi sueño, a mí se me reveló recién en ese momento del desayuno: la idea es demasiado parecida al eje de "Vecinos" de Raymond Carver, uno de los relatos de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No había alumbrado un cuento: había vislumbrado, en la letra de esa canción que no era, el recuerdo de un cuento sin reconocerlo.
En el cuento de Carver hay un matrimonio --los Miller, Bill y Arlene-- que quedan al cuidado de la casa de los Stone cuando estos se marchan de vacaciones. Los Stone, queda claro desde el comienzo, son todo lo que los Miller quisieran ser. "Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim", dice el narrador en el primer párrafo. De modo que la casa se transforma en una especie de trofeo, en la oportunidad única de vivir por un tiempo la vida de los Stone. Bill y Arlene se van apropiando, paulatinamente, de la casa ajena: revisan los cajones, beben el whisky, se prueban la ropa, hasta que un error o la mala fortuna los devuelve de golpe a su vida --a la real-- cuando la llave queda puesta y ellos se quedan afuera de la casa de los Stone. El pánico les llega --nos llega-- en ese instante final en que Carver sabe dejar el cuento, con los Miller comprendiendo que la fantasía acaba de esfumarse, abrazados e inclinados sobre la puerta como si fuera contra el viento. Es uno de mis cuentos preferidos de Carver, y no pude entender por qué me había demorado tanto en reconocerlo detrás de esa idea del sueño.
A veces, pensé, lo que mata a las buenas ideas es que otros las hayan tenido antes. Y cerré mi libretita de apuntes sin escribir ni una palabra.
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