CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
En un proceso de desnarración continua, una palabra se lleva otra palabra y la narradora queda perdida en la noche de los mares discursivos.
Dicho ha sido por más de uno, o sea, dos: Confunde.
La narradora confunde en su febril proyecto desnarrativo.
Peor aún.
Confunde en su turbado designio de poetizar sin verso.
Peor todavía.
Confunde en su proyecto de no ser yo, sino ella, cuando dice yo. Incluso, de ser yo, cuando dice ella. Es más: en no ser ni ella ni yo pero ser alguien que nos existe cuando nos derroca.
En una palabra: embarra la página.
Más de uno, o sea dos, podrá decir que la embarró desde el principio. Y podríamos señalar que el barro es un material mítico. Pero eso sería seguir mezclando las cosas, y si yo estoy aquí, ahora, en esta noche de lluvia torrencial, percibiendo el aroma de las dos gotas de gin en el vaso con agua que espera ser bebido sobre un mandala pintado en Jaipur, si estoy aquí, digo, es porque tengo que aclarar algunas cosas oscuras que ha hecho la narradora que se desnarra.
En principio tendremos que entender que si hay algo que la narradora desea es romperse.
Pero romperse no es fácil.
Mejor dicho, romperse haciéndose no es fácil.
Seguidamente, es necesario confirmar que el proceso de desnarración lleva consigo una narración desnarrada (obvio). Por consiguiente, el discurso se hará según la demanda del discurso y no según la demanda de sus moldes.
De allí que no habrá perdón.
Pero yo, que no soy un alma caritativa, sino más bien una emisaria de otras voces que alguna vez vendrán, me pongo a explicar esta pena extraordinaria que trae consigo la dicha extraordinaria de tener por patria una última página donde la desnarrada se esmera en crear huellas para procrear el mandala narradora de la poesía sin verso, del relato sin historia, de la crónica sin tiempo, del collage como coloquio.
Ser narradora sobre papel de diario, es como una valija con doble fondo. Y aquí me permito no explicar, porque de lo contrario me volvería verosímil.
Bien. Pongamos oscuro sobre oscuro: la confusión básicamente, confunde.
Cualquiera podría decir que yo soy ella, por el simple hecho de asumir el compromiso de la primera persona. Que en cuanto me apropio del pronombre mi sangre empieza a circular por sus venas.
Y si empieza a correr sangre entonces hay vida.
Y también hay muerte.
La narradora desnarrada muere para que nazca yo, que no soy ella.
A ver si nos entendemos: cuando ella dice yo, no soy yo, pero ese yo de ella no podría existir sin mí, sin mi yo.
A quién le explico todo esto, pues, si los lectores del mandala narradora lo tienen tan claro como la noche.
La escritura, en definitiva es una cosa viva que no puede ser capturada por la cosa muerta (el concepto) y por mucho que la cosa muerta se esmere por construir el cerco factual, la cosa viva no entra en toda su magnitud.
La cosa viva no puede entrar.
Mejor dicho. Paremos las rotativas.
Alguien ha teorizado que para ser escritor en la Argentina el mercado editorial exige poner en escena una personalidad enigmática y ficticia, que favorezca el consumo. No hay modo de rasgarse la vestidura neoliberal. Dijo también que nuestra literatura nace de una falla, (la narradora desnarrada no pega una: lo femenino la lleva a "la falta", la literatura a la "falla", ¿cómo no romperse mientras se hace escritura desnarrada?).
Más aún, la cosa muerta asume que el escritor argentino tiene por filiación el conflicto entre el escritor real y el autor ficticio, originado en el primer libro nacional. Yo vendría a ser el Martín Fierro, y la desnarrada, mi José Hernández.
Pero no se enfaden, no se enfaden. Los lectores sean unidos porque esa es la ley primera.
Tengan paciencia, se las pido hoy, encarecidamente, en nombre de quien me desnarra, ya que desde hace muchos años la han tenido, y por tenerla, me han permitido comer del pan que se gana ella usando mi yo para nuestra subsistencia.
Si fuera posible, si estuviera dentro de mis atributos, le explicaría a la cosa muerta, que la narradora desnarrada tiene venas por las que corre sangre de un yo palabra, porque lo que manda mandala es la palabra yo antes que el yo.
Puede que alguno crea que esta página no se ha hecho con tinta sino con barro, pero llegó la hora de la verdad.
Sucede que desde el principio mentí.
Sobre el mandala no hay un vaso con agua con dos gotas de gin.
Adivinen.
Sí.
Viceversa.
Incluso viceversa cuando el nombre propio aparece en el relato: éste no se carga de realidad sino que se desrealiza, según la convicción de la que desnarra mi palabra yo.
Sí.
Sí.
Adivinaron.
Resaca.
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