CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
¡Ay ya! ¡Calláte un poquito mi amor!, me dijo mi abuela un mediodía mientras cocinaba sus ñoquis. Es que yo, con no más de seis años, no paraba de darle a la lengua y le hacía toda clase de preguntas molestas: sabía, íntimamente sabía, incluso a esa edad, que los porqués uno tras otro aburren y son inconducentes. Creo que era sólo por la satisfacción de oír mi voz entonada hacia el final de la frase, acompañada por una leve inclinación de cabeza, o por la cantidad de palabras enlazadas unas a otras dándole sentido a los sonidos que salían de mi garganta, que los porqués gozaban de tan buena salud en mi niñez. Lo cierto era que estaba rompiendo un silencio: el mío. Recuerdo que el llamado de atención de mi abuela provocó algún efecto. Intuí que había límites. Con el tiempo entendí que a veces los silencios son necesarios, en especial mientras se cocina. Otras voces dialogan en la masa.
¿Cuáles son las expresiones ante la muerte? ¿Cómo se dispone un cuerpo vivo ante un cuerpo inerte? ¿Cuáles son sus respuestas?: ¿Indiferencia?, ¿espanto?, ¿dolor?, ¿negación?, ¿silencio? Hablamos la muerte del propio cuerpo a través de la de otro. Porque nuestra muerte no nos pertenece, no sabemos en qué posición quedarán los dedos de nuestros pies, no tendremos control sobre nuestros párpados, no podremos sentir dolor ni placer más allá del último aliento. Incluso si decidiéramos darle fin a nuestra vida, no podríamos controlar la mueca final desarmándose en un irrevocable y fatal jadeo. No podemos eludir la gravedad del cuerpo que nos vive y que vivimos, porque sin la materialidad del cuerpo y su engranaje en movimiento, no somos. Pero sí podemos eludir y elidir la de otros. Porque la muerte no es sólo natural, no llega sólo cuando tiene que llegar, cuando toca la hora, cuando el supuesto destino le pone fecha de caducidad a nuestros días. Hay otras clases de muertes: ¿Qué habla nuestro cuerpo ante la muerte por odio? ¿Qué materialidades silencia? Y más, ¿las muertes de qué cuerpos no importan?
"El silencio te dará una trompada en la boca", dice la poeta Audre Lorde que le dijo su hija al comentarle sobre un tema del que quería hablar en una conferencia junto a otras mujeres. "Háblales del silencio", le dijo. Hablar del silencio anula el silencio, lo sabemos. Sabemos, además, que los silencios difieren en su procedencia, especie y consistencia. Y son disímiles los modos en los que se expresan. Porque los silencios también hablan, aunque no los hablemos, aunque no seamos capaces de oírlos. El gran problema con el silencio es que nos coloca ante un desafío que pareciera ser doble si no aguzamos el oído: escucharlo e intentar entenderlo en su manifestación. ¿Acaso no son los y las poetas quienes más elogian el silencio, quienes se entretienen en una larga dialéctica que involucra las palabras y su ausencia? No todos los silencios convocan al silencio, a aquel que es necesario para estimular la lectura y la escritura. No todos los silencios son deseados.
Hay un silencio que quisiera desterrar: el que se instala en la mudez del oprimido, de la oprimida, de quien es obligadx a callar. El silencio de la anulación, el silencio de la muerte: también hay muerte en la impotencia del habla.
¿Puede la muerte hacer nacer la palabra que haga hablar al silencio? De un instante de dolor primitivo, cuando todos los relojes se detienen, cuando el tiempo no tiene sentido, ¿se puede alimentar la fantasía de la vida, de momentos en los el tiempo vivido se inscriba en la memoria de los cuerpos? Ante un acontecimiento inaceptable, la poeta santiagueña/cordobesa Mónica Palacio describe su respuesta corporal ante la muerte injusta y necesita que se paren los relojes, para que tengamos registro de lo que ocurre:
que todas las bocas se cierren/ que finas agujas/ con finos hilos las cosan/ labio con labio
que todas las lenguas se callen/ se sequen/ se traguen a sí mismas/ y desaparezcan detrás de dientes apretados
que todos las párpados caigan rígidos/ sobre todos los ojos/ y las pestañas se vuelvan espinas/ en las miradas ciegas
que todas las uñas se claven en todas las palmas/ y fluyan los dolores como sangre/ por las comisuras de los puños cerrados
que los jardines no broten/ que las pájaros no vuelen/ que las calles y las plazas se vacíen/ que se apaguen los atardeceres/
que nos abrace este silencio/ irremediablemente/ este silencio.
Hay palabras que vienen de los silencios más profundos, que nacen incluso de la mudez; entonces hay esperanza. "La muerte es el silencio final", escribe Audre Lorde, por eso nos incita a hablar, aún a costa de ser malinterpretadxs. La poesía desgarra un silencio. Adrienne Rich sugiere que debemos preguntarle al poema, a todo poema, "¿qué tipo de voz está rompiendo el silencio, y qué tipo de silencio se está rompiendo?" Con mi abuela aprendí que la masa trae sus voces y que sólo es posible oírlas si metemos las manos en ella, si le damos paso a la vida. Para darle ánimos, ¿seremos capaces de relatarla?
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