CONTRATAPA › EL BOTE
› Por Beatriz Vignoli
"Algo poderoso tiene que nacer, algo voluptuoso en su sabiduría. Cuántos, en este lugar, se volvieron locos. Cuántos, en este lugar, fundaron una religión o una nueva ciencia. O crearon una gran obra de arte. Yo podría. Acosado por el silencio, escribo."
Así escribía Aguirre, apodo de Agustín Aguirrezabala, más conocido como el hombre que fue a la guerra y no enloqueció realmente, porque hizo el tremendo esfuerzo de callar y a la vez ponerlo todo por escrito. La escritura de Aguirre es una tremenda obra de ingeniería para la reconstrucción psíquica. Más que arte, es magia.
Irazusta lo insulta llamándolo animal, él que no leyó estos papeles y se limitó a rescatarlos del olvido que les hubiera tocado por el salvajismo de sus deudos. Pensar que yo podría haberlos perdido por ir detrás de una rival odiada y su perro muerto.
Los dejé en el bar sin darme cuenta. Irazusta, luego de jugarse la vida por ellos, también los había abandonado, urgido por la emergencia de tener que salvar al hombre mordido por el perro. Pero un barrio es un barrio. Alguien juntó los papeles y me dijo: "Señora, esto es suyo" cuando llegué corriendo a recobrarlos. Estaban detrás de la barra, donde guardan ellos sus propias cosas. Un respeto extraño en quien me dio los papeles me hizo imaginarme que quizás ellos me creían abogada, a cargo de un gran expediente, porque eso parecían guardar las tapas amarillas de la carpeta. A su modo lo es: la causa Aguirrezabala contra la guerra que a tantos otros había enmudecido. Gracia me causa verme reemplazando en su puesto al doctor Cachorro, mi ex amigo, siquiera en la imaginación de estos hombres; y es que la imaginación, en lo esencial, no se equivoca.
Yo no tenía un lugar en el mundo y ahora porto el legado de Aguirrezabala.
Tanta muerte tiene que abrir un espacio; un espacio para los vivos, pienso.
"A veces tengo palabras con las que componer. A veces no. Entonces compongo mis frases con cosas. Un poeta es un componedor de frases, si es que soy eso. Pero no creo serlo. Nadie me dice poeta. Me dicen loco. Es que mi trabajo de composición con las palabras y/o las cosas se parece más al trabajo que hace con ellas un loco. Se trata de montar un armazón para que el viento del silencio de la muerte no se lleve todo. Mis frases forman un pinar en las dunas. Son como aquellos pinares y aquellas dunas que vi una vez en la costa. Las raíces agarraban la arena, así la arena no se iba. Las agujas (las hojas secas de los pinos) recubrían y envolvían la arena como una alfombra. Y el mar llegaba hasta ahí con su furia de viento, pero no pasaba de ahí. Era una belleza. Era una gran obra, pero nadie diría que aquello era arte. Era supervivencia. Esto es lo mismo."
Así escribía Aguirre en respuesta a una encuesta, en su máquina de escribir de náufrago, cada letra de hierro estallando como un tiro del arcabuz de Robinson Crusoe.
Nunca mandó la respuesta y el papel amarilleó en su soledad, conservado.
Me pregunto si habrá sabido que había alguien del otro lado del océano. Me pregunto si habrá sabido que no había nadie al otro lado del océano. Estoy yo, pero yo no soy nadie. Me encuentro en la otra orilla del Leteo, donde él ya no puede verme.
Tengo sus papeles. Huelen a humedad y a humo. Recuerdo una película donde las nervaduras articuladas de la máquina se transforman en las innumerables patas de un crustáceo, fruto del mar del delirio. Qué alteridades se habrá fabricado él en su soledad.
Compositor o componedor? Composición o compostura? Qué es componer?
Tengo antojo de papas fritas. De cocina, con ketchup. Aceitosas. De bar. Esas.
Sagrados papeles que sostengo y abrazo como un madero de náufrago, en el océano de la perdición, en la parada del 107 que finalmente me llevará a mi casa, desde donde algún día volveré y no seré nada. Podría haberlos perdido por ir tras una rival odiada y su perro muerto. Pero algo los salvó: el que yo no supiera el nombre de la otra mujer. No alcanzó a decírmelo ni se me ocurrió preguntárselo. Ibamos arrastrando el gran perro negro (un Rottweiler, ahora que lo pienso, seguramente de pedigrí) cuando la idea me detuvo en seco: los papeles. Irazusta era el que tenía los papeles y él había subido enloquecido a la ambulancia municipal con el herido. No los llevaba, ya no estaban en su mundo. Yo tampoco los tenía; ergo, habían quedado en el campo de batalla, en el bar convertido en campo de batalla entre un perro del infierno y un hombre terrestre, combate desempatado por un Deus ex machina armado con una .22, salido de la nada y vuelto a ella. Cuando volví, el billar seguía casi como si nada. Me dieron los papeles, les agradecí ("De nada, doctora": el generoso honoris causa de los hombres de barrio) y fui con ellos a cuestas tras mi rival y su perro. Pero ella solita o con la ayuda de algún vecino del lugar se las había arreglado para poner seguramente los papeles que sí llevábamos (el diario del día, un desecho de la tarde que se iba) en el tapizado del piso de su flamante Hummer y depositar ahí su monstruosa y tierna mascota asesinada.
Yo no sabía su nombre, el de ella. Por eso no grité. Ella cargó el perro, arrancó, puso primera y desapareció como si jamás hubiese existido para ninguno de nosotros.
Alcancé a memorizar y anotar la patente en un rincón de mi carpeta amarilla.
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