CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Cuando la calle Juan Manuel de Rosas llevaba el nombre de 25 de
diciembre, cambiar de afición por algún club de fútbol era considerado
como alta traición y el desaparecer de algún lugar al que uno solía
frecuentar era una decisión personal, en mi cabeza ya tenía grabadas más fechas conmemorativas de muertes que de nacimientos. Me apresuraba
en buscar en los nuevos almanaques que regalaban en los comercios del
barrio, los días en rojo que en su mayor parte correspondían a otro
aniversario de la muerte de nuestros próceres. No dudaba en que los
restos de Manuel Belgrano descansaban en el monumento a la bandera,
los de San Martín en el convento de San Lorenzo y que Sarmiento tenía su lugar debajo de la higuera en la casa sanjuanina de su infancia. La señorita Zoraida fue quien se encargó de corregir mi error. En un viaje a Buenos Aires, después de recorrer el cabildo, varios museos y el barrio de la Boca, al visitar la catedral, custodiado por dos granaderos pudimos conocer la tumba del libertador. Fue en aquel lugar en que mi compañera de grado Cristina, hábil recitadora de los integrantes de la primera junta sin equivocarse, preguntó por la tumba de Mariano Moreno. "No, a ese se lo comieron los tiburones", fue la respuesta de Panuncio, cómico del curso.
Luego de las risas, la explicación de la señorita sobre su desaparición en alta mar envuelto en la bandera británica dio por finalizado el tema. No quise dejar pasar la oportunidad para averiguar sobre el final de un ilustre que tenía mi abuelo retratado en su carpintería junto a otros dos cuadros y que siempre los nombraba de corrido como si se tratara de la delantera de Central Córdoba. Rosas, Irigoyen y Perón. Pregunté por el primero sin imaginar la reacción de mi maestra. "El tirano traidor, no tiene lugar en nuestro suelo, está donde debe estar, en el extranjero", me contestó casi gritando. Creo que fue la primera vez que sentí que el pasado no estaba enterrado del todo. Que había cierta conexión con el presente y mucho tenían que ver las ideas envueltas en pasiones. Al subir al micro, en la radio sonaba una versión de la pulpera de Santa Lucía, cantada por palito Ortega. En 1989 asistí al puerto de mi ciudad para ver pasar los restos de Juan Manuel de Rosas en el viaje a su repatriación.
Escuché el discurso dado por un traidor anunciando el punto final. En un rincón de la estación de micros que lleva su nombre, resiste un busto de Mariano Moreno con una placa que reza "Prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila". Custodiada por marginales, estigmatizados, tumberos. Refugio de los pibes de la calle cuando la policía les marca los límites que los padres que nunca tuvieron no les pudieron señalar. Pasajeros se aferran con fuerza a sus pertenencias y apuran el paso al verlos. En ocasiones los visito con mis bolsillos llenos de caramelos y se acercan como lo que son, niños con ojos de adultos. No les cuento la historia. Me parece que ya la saben. Tal vez no conozcan nombres de tiranos pero han crecido en la tiranía de las carencias. Siempre me terminan enseñando ellos a mí, la fantasía necesaria para seguir creyendo en la vida, rodeados de hambre y muerte, no se aprende en ninguna escuela. El plan de operaciones para la supervivencia es diario y cambia según las circunstancias. Ahora que no tengo maestra que me corrija, tengo la certeza de estar frente al panteón del primer periodista. En un total silencio vigilan los huesos salados y helados del jacobino, envueltos en una bandera argentina construida con dos remeras azules y una blanca.
Sienten, sin saberlo que son soldados de la misma guerra. Custodian a la verdad y a la virtud para canjearlas de una vez por todas por la mentira y el embrutecimiento.
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