Sáb 07.12.2013
rosario

CONTRATAPA

Metáfora, metonimia y crimen

› Por Miriam Cairo

Somos más o menos seis mil dedos, ciento veinte ojos, sesenta lenguas, seis millones de cabellos en el cine.

Es mi película preferida.

La musa tiene algo muscular mezclado con ensueño.

Su imaginación me imagina.

Todos los jueves por la noche vengo al cine a ver la misma película en la que la muchacha afila el cuchillo con el que gusta abrirse el corazón. La cosa viene de lejos. Desde la atadura de un alma a un cuerpo y cosas por el estilo.

Desde que fue expulsada del paraíso por romperse como un frasco de perfume.

Desde que tiene dos manos. Y dos pies.

La musa no tiene cable a tierra, ni a aire, ni a sol, ni mar. Por ello no es fácil hallarle la punta del ovillo aunque sea habitual encontrarla escribiendo palabras de grueso calibre.

Su boca me nombra.

Hay una constante entre la vida y el grueso calibre de la musa.

Es mi película favorita.

La mujer de la pantalla vive en una casita blanca. No sabemos bien si ese hombre es su marido o su amo. Ella tampoco lo sabe bien pero cultiva con encanto el buen trato y las brillantes berenjenas.

La cosa viene de cuando era muchacha y afilaba el cuchillo con el que gustaba abrirse el corazón. Cambian los actores, cambian las historias, cambian los paisajes, cambia la música, cambia el vestuario, cambia el principio, cambia el final.

El acomodador no cambia.

La película tampoco.

Somos diecinueve mil doscientas pestañas en movimiento hasta que la mujer de la pantalla, sobre sus sandalias, persigue al hombre, temerosa de perderlo entre la multitud que colma las calles de Atenas, a esa hora del mediodía. Para asegurarse, toma con los dientes la punta de su manto y en ese momento somos diecinueve mil doscientas pestañas perplejas.

No hay día que la musa no escriba el guión de esta película.

Es así desde que la echaron del paraíso por romperse como un frasco de perfume. Desde que tiene dos manos. Y dos pies. Llega el verano, llega el invierno, llegan y se van las noches incompletas, ingeridas precipitadamente, pero la película de la musa sigue rodando, rodando, rodando contra corriente.

No sabe cómo comenzó todo.

Yo tampoco sé.

Tal vez a los seis años, cuando la soledad vino a decir sus malas palabras. O a los nueve, cuanto tomaba enormes tazas de café negro. O a los diez, cuando escribió el guión de la película de los seres de tinta. O a los doce, cuando se cortó a escondidas el cabello. O a los dieciséis cuando pensó que ya no tendría miedo pero tuvo. No sabe cuándo comenzó todo.

Yo tampoco sé.

La mujer de la pantalla atribuye la embriaguez del hombre al alcohol y no al vino de la felicidad que le produjo el muchacho con la cabeza rapada y el torso untado de aceite. Somos mil cuatrocientas cuarenta costillas sosteniendo el alma que se desmorona por la mujer de la pantalla que estornuda y se le escapa de los dientes el manto que sujeta. Como una perra sigue desde lejos el camino del hombre que se va sin ella.

No soy yo, es la musa la que viene a ver siempre la misma película.

La musa me hace ver la película que mira.

Mi cuerpo es un cuerpo más entre todos los que están en la sala, pero mis ojos son los ojos de la musa. Mi película preferida es la película de la musa.

Somos trescientos billones de células testigos de la emboscada en la que muere un joven de cabeza rapada y torso untado en aceite, al pie de la fuente Clepsidra. Arden las lámparas esa noche en todos los tejados de Atenas.

Lenta como una mujer loca que dice adiós con un pañuelo, la musa toca el botón antipánico de su soledad. Es siempre la misma película.

Se pone a llorar sobre mis ojos. Somos dos ojos llorando antes del final.

Hay algo que se repite.

Cuando la musa era niña decía siempre que sí. Cuando era adolescente decía a todo que no. Cuando fue mujer dijo a todo tal vez. Cuando fue musa dijo que cuando era niña decía siempre que sí.

En total, somos aproximadamente ciento veinte movimientos alternados de diástoles y sístoles. Cuatro mil ochocientas pulsaciones por minuto.

Al momento en el que los verdugos tienden a la mujer de la pantalla sobre un caballete para arrancarle una confesión, ésta aprieta los dientes hasta cortarse la lengua. Somos sesenta mareas respiratorias, sesenta corrientes sanguíneas amontonándose en las aurículas y los ventrículos, sesenta cuellos, sesenta túneles por donde el silencio pasa en caravana.

Como un desafío a lo real, como una resistencia a la gravitación, como un salvoconducto, la musa deja de respirar y yo me asfixio.

La cosa viene de lejos. De cuando las palabras de grueso calibre fueron expulsadas del paraíso porque se rompieron como un frasco de perfume y la musa recogió sus pedazos. Con ellas escribió el guión de la película. Ese también fue su crimen.

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