CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Aquellos lugares siempre nos traían el recuerdo en la alas de las mariposas que en todos los veranos ganaban las calles y la punta de los tamariscos y en los paraísos que festoneaban los hondos callejones hundiéndose en el campo, que tenía el olor de la alfalfa recién cortada y las florcitas blancas que coronaban los tréboles de cuatro hojas, muy preciados por nuestra inocente búsqueda de la originalidad.
Habrá razones objetivas para que esa nube de mariposas blancas y amarillas haya desaparecido de nuestro paisaje para siempre, yo sólo noto su falta, como en los días en que las tormentas de verano se precipitaban, primero levantando un poco de tierra desde el fondo último de los campos, y luego un ejército de alguaciles zumbadores se entrechocaban en el medio del viento y cuando los primeros goterones caían como monedas pesadas sobre la tierra iban desapareciendo como por arte de magia y cuando la lluvia era un tapiz oblicuo y obcecado sobre las cosas y los hombres, los animales y las casas que iban largando agua a chorro por los caños de chapa cantarines que abrían grandes charcos cuando tocaban el suelo hacía un rato de tierra seca y ahora una gran mancha de barro expandiéndose y dando camino a los sapos que cantaban su alegría y abandonaban sus cuevas con sus crías donde habían estado sofocándose durante días y días. Era muy difícil que en pleno verano ocurriera un temporal, nada hay más cierto ese refrán popular que dice de la cortedad y prontitud de las tormentas de verano. Por más que los relámpagos rajaran el cielo como si fuera una sandía gigantesca y los truenos amenazaban partir la tierra en un instante. No pocos minutos después, como por arte de magia el agua que había sido hasta allí una blanda cortina líquida, y el escampe acontecía con su arco iris inmenso e inevitable, y las gotas iban brillando sobre los pastizales porque al día le sobraba claridad y un sol largo antes que deviniera el crepúsculo.
Las no pocas cañadas que en aquel tiempo rodeaban el pueblo hincharían de agua su cauce lleno de juncos, espadañas y nidos de chorlitos y bandurrias, y patos crestones que escapaban raudos a los tiros de los primeros cazadores furtivos que ya andarían probando matar algún bicho acuático para engrosar una olla flaca de por sí.
Los siriríes siempre desconfiados ya volaban muy alto, muy por encima de las municiones y de las detonaciones de las escopetas. Nunca supe hacia que lugares volaban, salvo que su grito característico de donde viene su nombre iba hendiendo lento, perforante el cielo quebrado del atardecer.
A veces he pensado que los patos siriríes se iban acercando hacia esas nubes bajas y sobrepasándolas irían a buscar lagunas que le dieran mayor seguridad a la vida suya y a la de sus pichones, y esos lugares debían estar muy lejos de las poblaciones, que los humanos llenaban de peligros, para su ansiada libertad.
Los recuerdos más gratos de aquel tiempo, sin embargo, terminan siendo no la lluvia y las tormentas, sino el final de todo ello. Cuando obteníamos el consabido permiso paterno para chapotear descalzos en ese lodazal en que se transformaban las calles, y el agua se atropellaba en los hondos zanjones que drenaban hacia el campo pasando por la última casa que no era sino la de don José Vélez, frente a la chacra de la familia Pozzi.
Todos los que fuimos chicos en aquel tiempo remoto coincidimos que luego del juego del fútbol, nada se aproximaba más a la felicidad que esas carreras con barquitos improvisados que aprovechaban la rápida correntada y que casi siempre perdíamos porque iban esa aguas a desembocar en la cañada más cercana al pueblo y que no era otro que la del gordo Compañy.
Esos días inolvidables que apenas podemos rescatar de las brasas casi apagadas del recuerdo y que era esa sensación de libertad que nos proporcionaban esos pies descalzos, esos pantaloncitos cortos que nuestras madres hacendosas cosían, ese torso desnudo que llevaban las marcas de las sanguijuelas y los mosquitos, ese afán de piratas, de bucaneros o de corsarios que leíamos en los libros del gran Emilio Salgari, que nos proporcionaba dulcemente doña Julia, ese hada buena y protectora de la infancia perdida para siempre. Y nosotros no mirábamos sino esa correntada que se llevaba nuestros frágiles barquitos hechos de maderas diversas, latas u otros materiales igualmente desechables.
No mirábamos el cielo porque si no hubiéramos visto el vuelo de los patos hacia los cañadones más lejanos, las gaviotas que en sus alas sostenían los rayos de ese sol débil que ninguna cigüeña había podido sostener con esas inmensas alas que simulaban dos nubes blancas percudiendo el cielo recién lavado, impoluto que se interponía ante nosotros como la matriz más secreta de todos los relatos.
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