CONTRATAPA
› Por Beatriz Actis
Una lechuza en el medio del camino, no paradita en un poste sino posada sobre la tierra, en el suelo; una frenada muy cerca no alcanza a asustarla y los faros que la iluminan, junto a una porción del camino, tampoco la espantan. La imagen persiste en la memoria.
El auto -que esquivó con más precaución que piedad a la lechuza de la entrada al pueblo- lo dejó poco después enfrente de la escuela. Era de un viajante que una vez cada tres meses llegaba a Villa Amanda y que, por pura casualidad, es decir, por la verborragia irresistible de su madre que lo atendió en el negocio familiar en la ciudad, supo que él estaba dando clases allí y se ofreció para llevarlo.
Habitualmente llegaba a la villa en micro, son sólo cuarenta kilómetros desde la capital, pero la parada es en una garita sobre la ruta y hay que caminar después cinco kilómetros hasta el pueblo, por el camino vigilado por lechuzas.
Las lechuzas son, en el caserío escaso rodeado de campo, como sirenas nocturnas. El intenta que los alumnos del bachillerato para adultos lean La Odisea. En una de las últimas clases explicó que esos seres de cantos dulces atraían a los marinos más confiados, haciendo que sus naves se despedazaran contra las rocas y que el hombre que oía sus voces se arrojara al mar y se olvidara para siempre de su patria.
En eso pensaba al despedirse del chofer providencial, que había evitado que caminara los kilómetros desde la ruta hasta el pueblo. Justamente porque eran pocas las veces en que lograba hacer dedo y que un auto lo acercara a la escuela, es que viajaba a dar clases con apenas una mochila liviana y en ella a lo sumo un libro, y a veces sólo con la muda de ropa y un cuaderno con notas y apuntes para las clases.
Dos noches dormía en la pensión: Los jueves y los viernes. Villa Amanda tiene mil doscientos diez habitantes, según el último censo. Uno se fue: El hijo de la dueña de la casa en que el maestro vivía durante esos días y cuya habitación ocupaba.
Jueves y viernes se restablecía el equilibrio y volvían a ser en la villa mil doscientos diez. No hay en el pueblo, ni de noche ni de día, una estación de servicio abierta con un bar o un kiosco con algunas mesas y, lo que es aún más extraño, no hay boliche de pueblo, con rústicas partidas de cartas y alcohol, como él había pensado que siempre ocurría en lugares así.
(Tal vez hubiera un boliche perdido en medio de un camino rural, pero él no ha ido; le dieron indicaciones confusas para llegar, cuando preguntó; seguramente no quieren allí a los forasteros).
Cuando salía de la escuela volvía directo a la pensión (había, acaso, otra cosa para hacer?). Atravesaba el descampado que, como un anchísimo cantero, divide en dos la villa; por él cruza la vía del ferrocarril y se yerguen los silos, también hay puentes angostos sobre las zanjas que separan las calles -una a cada lado de las vías- de ese gran baldío central.
Pocas veces vio el maestro un pueblo tan solo. Llegaba cada noche a la pensión cerca de las once; la dueña le había dejado preparada la cena y servida en platos hondos tapados con un repasador: Tortilla fría, huevos duros; si no hacía mucho calor, papas con mayonesa; casi siempre, una compota de manzana.
En medio del insomnio de los primeros tiempos buscó, de modo casi infructuoso, algo para leer en el desvelo. Encontró la biblioteca escolar de Oscar Alberto, el hijo que se había ido a vivir a la capital y no volvió. Piratas de Salgari, aquella primera noche. Afuera, las ranas ocupaban las horas; el maestro, en cambio, pudo sentir el violento huracán que azotaba a Mompracem -isla salvaje de siniestra fama-, guarida de temibles piratas situada en el mismísimo Mar de la Malasia.
Otra noche encontró, no ya en el fondo del ropero que fue alguna vez de Oscar Alberto sino en el aparador de la cocina, un Manual del asador argentino y se le hizo la madrugada entre el discurrir de saberes sobre el asado suavemente ahumado, el asado de vaca con regusto a chorizo y los mecanismos que generan los asados imperfectos. Aunque cada tanto volvía a Sandokán, a la tempestad en las costas de Borneo, al bramido de las olas y a los furiosos aguaceros.
A veces, entre lectura y lectura, se asomaba a la ventana que daba a la calle, a las vías de enfrente, al silencio con ranas, a la nada del pueblo enmudecido en donde tendría que quedarse, al menos por esa semana, una noche más.
En el puerto pirata no había luces, ni en las cabañas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que constituían su defensa, ni en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques. Sin embargo, en la cima de una roca alta, sobre el mar, brillaba una ventana intensamente iluminada: quién, a pesar de la tormenta, velaba en la isla de los sanguinarios piratas?
Afuera, sólo lechuzas con difusa vocación de sirenas.
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