Jue 23.01.2014
rosario

CONTRATAPA

Amaneceres altos

› Por Jorge Isaías

Cuando los amaneceres eran verdaderamente altos, casi con una presencia que no cabía en el mundo.

Esos amaneceres de entonces, cuando el sol pespunteaba sobre la copa de los paraísos y un concierto desordenado de pájaros, irrumpía en el temblor de las estaciones, sobre todo en el fulgor del verano, cuando el calor amenazaba en el zurear gangoso de las palomas y la sierra venturosa y persistente de las cigarras, invisibles en las hojas de los fresnos que se movían apenas para que el verano fuera una presencia un poco más agradable que el ruido de los carros, en el estallido de los látigos sobre la piel de los caballos o el empecinamiento de los jinetes que enfilaban su paso cansino o su trotecito gentil y apaciguado hacia los campos profundos donde los jinetes irían a cumplir sus tareas. Esas tareas que llevaban en sí mismas todo el esplendor de la luz, es decir que acabarían cuando las sombras se comían todo el crepúsculo.

El tipo de tareas no sólo incluían el redoblar de los cascos de los caballos que hacían sordamente resonar, el ruido de las herraduras cuando pasaran por los puentes de madera o de hierro que atravesaban los campos de esa inmensa estancia cercana al pueblo.

El tipo de tareas también lo delataba el atuendo de esos jinetes, extremadamente hábiles, ya que habían aprendido a cabalgar antes que saber caminar en la gran mayoría de los casos, incluso pertenecían a varias generaciones de centauros que habían nacido en esos campos y que en muchos casos al pueblo irían a la escuela, los menos, en petisos muy mansos, pero el grueso de ellos llegaba a grande sin haberse acercado a ese conglomerado de casas precarias que llamaban "el pueblo", y donde sobresalía la cruz de la iglesia y la torre de aquella cerealera inglesa que se perdió luego para siempre y en su totalidad en un incendio. Lo demás era chato y las veredas cubiertas de plátanos sobre todo alrededor de la estación del ferrocarril, un lugar de paseo que llamaban "El veredón", con sus inmensos y bien cocidos ladrillos que hiciera la compañía inglesa que puso las vías y clavó un cartel que aún existe aunque no pasan más los trenes, con el nombre del pueblo pintado de blanco sobre el fondo de hierro fundido, muy negro, como lo es la noche en el fondo del mar.

Cuando trato de aprehender ese tiempo y aún comprenderlo, masticarlo, lo hago con el convencimiento que es tan inútil como sostener un puñado de arena entre los dedos ya trémulos. Todo se funde entonces en un tembladeral de años encimándose y primeras impresiones en "la matriz" de las primeras veces fundacionales a que aludía Cesare Pavese en su teoría tan original sobre el mito del escritor y aún al mito que se acompaña al hombre del principio de los tiempos y que no le será fácil desarrollar o explicar.

Cómo hacerlo cuando la niñez llevaba carencias, inhibiciones y miles de recuerdos donde la palabra de los mayores era ley indiscutible y sólo quedaba el recurso de las módicas trasgresiones a la sagrada ley de la siesta o la imaginación que a veces se compartía y a veces quedaba en el magma de sueños y de fantasías imposibles de traducir hoy día. Como esos amaneceres en donde los tordos caían pesadamente como carbones lustrados, muy negros, sobre el amarillo bellísimo y ondeante del trigo y el vuelo estremecedor de las garzas y las cigüeñas y los flamencos hacia los inmensos y lejanos espejos de agua que llamábamos cañadas.

Estaba también el pitar lento, muy lento de un largo tren carguero que cruzaba como un gusano el verde de los campos, el paisaje de los molinos que tiraban el agua y las parvas y el jinete que arreaba hacia las casas un tropilla de caballos oscuros y ese jinete se detiene a ver cómo pasa el tren y levanta la mano que tiene colgando un talero, una mano que a veces tiene respuesta y otras veces, no.

Y tal vez en aquel tiempo fuera posible que algún niño en esas chacras perdidas mientras boyereaba unas ovejas pensaba en ese tren que se arrastraba tan lento, con ruidos de tuercas y fierros y rechinar quejoso como un cuerpo ya viejo que sucumbe a las ganas de detenerse, tal vez en ese tiempo de árboles coposos al costado del camino; todo esto se me ocurre hoy cuando la ciudad oprime a puro verano.

Borges ha escrito que el verano no es una estación, sino un oprobio.

De todos modos debo reconocer aquí, que cuando pienso en aquellos amaneceres tan altos que dejaban su resquicio de sombra se veía por ella una luz tan bella como imposible de asistir. Es decir que aquellos amaneceres se volvieron tan lejanos como sino hubiesen existido. Es más, es como si nunca hubiera existido el verano.

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