Jue 06.03.2014
rosario

CONTRATAPA

Paisaje con lluvia

› Por Jorge Isaías

En ocasiones el cielo se teñía lentamente de un cerrado color cemento y cuando menos esperábamos, la llovizna se apeaba, finita, persistente, como una manta colgada sobre las cosas del mundo.

Pero otras veces venía tormenta, con el crujido atemorizante de un trueno y el latigazo cegador de un relámpago hacia el final de los campos, donde empezaban los cañadones que no respetaban alambrados, sembrados, animales o pasto.

Era un espectáculo muy triste el que ofrecían los caballos, arrimados en el grupo de las parvas con sus pacientes ancas a la lluvia que borraba las casas, los galpones, las arboledas y los corrales donde las vacas parecían estatuas, sin poderse mover por el barro.

En la cocina las mujeres preparaban tortas fritas y mates para llevar a los hombres, que, sin poder seguir con sus tareas, se reunían en uno de los galpones para reparar los arneses averiados o afilando hachas y guadañas, es decir esas tareas menores que el buen tiempo les vedaba por que el trabajo de la chacra era mucha, agotador y nunca alcanzaba el tiempo, cuando la tecnología aún no ayudaba.

Había que arar, rastrear, sembrar, carpir, cosechar, quemar rastrojos en el caso del maíz, darle de comer a los animales, castrarlos, seguir las pariciones de todas las hembras porque el animalito recién nacido redundaría en dinero en un momento y todo venía bien para sostener alimento y vestido de una familia numerosa mientras eran pequeños, porque al crecer no alcanzaría el pequeño establecimiento para mantener a todos y, empezando por los mayores deberían emigrar en busca de otros horizontes más propicios.

Esa cultura eminentemente agraria los hacía elegir, si podían elegir, trabajos que ya conocían. Pero si no era así, tenían que optar por lo que encontraran, pero siempre eran trabajos brutos, porque casi nadie de todos los hermanos había podido ir a la escuela, porque eran dos brazos más para encarar una tarea, la mayor de las veces superior a sus fuerzas.

Estos éxodos de brazos se producían sobre todo en la adolescencia, alentado también por la intemperancia de los padres. Esos inmigrantes duros, sufridos y castigados por mil privaciones.

Esto que acabo de relatar es de algún modo la historia de mi familia paterna, que era en general la de toda esta gente que siendo arrendatarios tenían pocas defensas para sobrevivir y aún no estaban mejor los propietarios de pequeños campos.

Muchas veces he pensado en todas estas vidas anónimas en clave de épica, porque ellos vivieron y murieron en ese lugar donde "los días son siempre iguales", al decir de don José Pedroni.

De todas las chacras que trabajó mi abuelo, yo sólo conocí la de don Luis Burki, un alemán que había venido entre los primeros pobladores.

Recuerdo vagamente esa casa muy sólida, distantes a todas las otras chacras que yo conocía. Era amplia, con techo de chapa a dos aguas, de ladrillos muy bien cocidos, una galería al frente, con grandes arcadas, el piso de grandes baldosones rojos, una cocina muy amplia, con su marlera y su despensa al costado donde se colgaban embutidos y factura de cerdo.

Detrás un gran patio con palmeras y paraísos y un molino que distribuía el agua por grandes caños de bronce por toda la casa. Había una inmensa cocina económica, de cuyo hierro anterior a las hornallas mi abuela colgaba esos grandes cucharones que siempre brillaban. Esas grandes ollas en las cuales hacia esos ricos dulces que, privilegio de nieto mayor, me hacía probar antes que nadie.

Detrás de ese molino mi abuelo había hecho construir un gran palomar circular del cual ninguna chacra se podía privar en esos tiempos.

De allí se comía carne blanca, aunque yo no recuerdo haberlo hecho nunca y más allá un gran monte de frutales que era otro clásico de las chacras de entonces. Limoneros, mandarinos, naranjos, durazneros, ciruelos, un gran tunal a un costado, y al otro un gran alfalfar que yo siempre recuerdo inundado de mariposas blancas y amarillas.

Y atrás empezaban los corrales y más lejos aún los potreros.

Al campo lo surcaba un hondo canal que le servía no sólo para drenar el agua que se ponía porfiada y a veces se detenía también en división natural de otros campos vecinos.

Cuando ese canal no tenía agua en época de sequía, mis tíos menores me llevaban por su cauce deforme y lleno de yuyos a colocar tramperas para cazar zorzales y amarillitos.

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