CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Dejo los libros y el bolso en el asiento y me dirijo hacia el chofer para consultarle si falta mucho para 27 de febrero y Luis Viale. Una de esas dos calles no existe en la ciudad y él se muestra confundido. Cuando retorno a mi lugar noto que la cartera está más liviana. Increpo a quien se sienta a mi lado. Con firmeza le tomo la mano y veo que tiene mi billetera. Tanteo su bolsillo y encuentro mi celular. El ladrón procura escapar pero con una fuerza que ignoraba que poseía, lo empujo contra el asiento y le indico que no se mueva. Al resto de los pasajeros no les veo bien la cara pero el chofer cierra las puertas del ómnibus para que no escape.
Tomo el celular y a causa de los nervios no sé si estoy en Rosario o en San Nicolás. Fallo en la colocación del prefijo y esto demora mi denuncia a la policía. El ladrón se inquieta y los pasajeros sin rostro se ponen nerviosos.
Finalmente, por azar o por convencimiento doy con el número correcto y un policía fatigado responde "vamos para allá". Al cortar me doy cuenta de que no le dije dónde nos encontramos. Otra vez marco los números que no recuerdo y al segundo o tercer intento doy con la misma voz perezosa. Le exijo que prontamente se mueva de su sitio, con una autoridad onírica. Le digo que estamos próximos a 27 y Viale sin permitir que pida más precisión. Le doy quince minutos para llegar. A los pasajeros, quince minutos les parece mucho tiempo, a juzgar por los ademanes, pero nadie me contradice. Estoy furiosa.
Después de unos minutos de espera le pido al chofer que abra la puerta porque voy en busca del móvil policial que no nos va a encontrar ya que el lugar se desdibuja a cada momento.
Por intuición, camino hacia el norte o lo que supongo un norte. Después de avanzar unos doscientos metros, o más precisamente, veinte árboles, o veinte sombras más allá veo al policía que viene a paso lento, como si estuviera de paseo. No le digo nada porque no vale la pena. Huele a alcohol y no sé si eso le facilitó la llegada o lo demoró. Apenas me ve, me reconoce. Sin decir palabra encabezo la marcha hacia el micro. Me sigue. Al desandar el camino otra vez el paisaje muta. Son tiempos de cambio.
El barro no nos deja avanzar. Para peor, el policía busca el lateral derecho del camino donde el terreno es pantanoso y huele a podrido. Yo estoy tan ofuscada que no le reprocho su torpeza ni su lateralidad. Lo de siempre en mí: el silencio.
Cuando llego al ómnibus todos están distendidos a causa del aburrimiento. Se han cambiado de lugar y no reconozco al malhechor. Estoy muy cansada. Me siento con ellos.
Cuando por fin se hace presente el policía, cubierto de lodo putrefacto y sin aliento, quiere hacerse el prepotente pero no se lo permitimos.
Nos preguntamos unos a otros cómo sucedieron los hechos y no nos ponemos de acuerdo. Lo que uno recuerda al otro se le olvida. Entonces armamos una realidad con el fragmento de memoria que cada uno aporta. En caso de recuerdos contradictorios lo definimos por cara o cruz con una moneda falsa. Y como cada uno sólo posee un trozo de pasado, aprovechamos a inventarnos una nueva historia.
El policía quiere imponer su rigor pero lo ignoramos. Nadie le pregunta siquiera si nos encontramos en San Nicolás o en Rosario porque es tan parcial que no podríamos creerle.
La noche se prolonga y nosotros estamos cada vez más a gusto en ese coche estacionado en una esquina indescifrable.
Nos divertimos armando realidades, combinando los distintos recuerdos que poseemos. El ladrón es robado; el testigo, protagonista. El protagonista es observador y la víctima, victimario. El chofer es pasajero y el pasajero, conductor. En pocas palabras, nos atrevemos a soñar hasta perdonarnos.
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