CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Hacía rato que no mateaba debajo de estos fresnos viejos que plantó mi padre.
En el Ibirá majestuoso, el más alto de todos los árboles ya no quedan esas bellas flores amarillas que curiosamente aparecen en enero. Pero entre sus ramas se desplazaban a saltitos breves algunos horneritos, que por lo general caminan debajo de él buscando su comida. Sobre todo cuando mi hermano corta el pasto. Andan de a dos, nunca solos, seguramente la misma parejita que luego construirá con barro esas casitas que siempre me llamaron la atención. Por eso nunca los matábamos cuando de niños andábamos siempre con esas hondas asesinas de pájaros y aún otros animalitos menores como cuises o gaviotas de cañada.
Ayer era una tarde rara o andaba raro yo. Estaba un poco fresco pese al espléndido sol de otoño, el movimiento de la calle era exiguo, y había como una paz no concertada, laxa, diría que esa paz constituía la esencia de las cosas, de los seres, de los animales y hasta de todos estos verdes árboles que aún no se vuelven cobre, porque en rigor no somos otoño, pero casi. Cambié la cebadura, calenté más agua y proseguí con mi lectura, que a decir verdad interrumpía cada tanto para gozar de ese espectáculo que nada tiene que ver con el sarro de las ciudades y su tráfico, sin dejar de reconocer sus grandes ventajas, que precisamente no están en ese ruido y ese apuro y esa falta de árboles aunque allí también los haya, pero los árboles de las ciudades, lo he pensado, están cansados de tinta como se lamentaba ese poema del gran Juanele Ortíz.
En realidad cometía aquello que Macedonio llamaba lectura salteada, pero no porque leyera un libro de poemas, sino porque esas continuas distracciones me llevaban constantemente a levantar la cabeza y seguir con mi mirada el vuelo corto de ese pequeño pájaro que yo no conocía, o el rasante vuelo de la calandria que a veces se tiraba de Ibirá como en picada persiguiendo otro pájaro en el mejor estilo del avión de guerra. Barthes ha escrito que uno lee incluso cuando levanta la vista del libro. Tal vez, pero la verdad que me pasa siempre aquí. Con la pila de libros sobre la mesa de cemento del patio que mis padres usaban para comer al aire libre, en especial ese asado a punto del que mi padre se jactaba.
Cuando ya pensaba en cambiar la segunda cebadura cayó mi amigo Mario Compañy que me relevó de la tarea, puso la pava a calentar más agua y nos enfrascamos en una charla amena, entre cambios de información que a veces nos damos por teléfono de manera más sintética.
Se fue con la promesa de llevar a visitar las cañadas que se han hinchado con las intensas lluvias recientes y para mostrarme esa maravillosa fauna acuática que ha regresado y aún --me dice- enriquecida por algunos flamencos rosados, venidos nadie sabe de dónde y que en paz se mezclan con las gaviotas chillonas, las cigüeñas y algunas garzas blancas como un vestido de novia que uno imagina con sus gasas al viento en lugar de esas grandes alas que se baten suavemente por el aire.
Desde aquí se oye el croar monótono de las ranas felices que se suman al concierto de tanto bicherío al que no puedo identificar, pero que es un ruido agradable, y uno extraña de pronto el ladrido de un perro lejano, muy lejano de un perro que ladra a la luna, al sueño, a la memoria, porque nunca se sabía bien adónde se producía ese ruido que era partido por el pito de un tren de carga que atraviesa incólume hasta el último rincón de mi memoria tenacísima y de ese mismo magma ahondado por los años aparece de pronto, límpido y certero un verso de Hugo Padeletti: si comprender un néctar. Por qué el poema, pienso, habrá trocado lo sensorial para referirse a eso tan bello y lábil y perfumado por una operación netamente ligada a la razón?
De todos modos fue un verso suyo que siempre me encantó y no sé por qué.
En los lejanos tiempos de la Librería Aries --que fue cuando lo conocí en la década del sesenta-- leí este poema. Está en su primer libro, que me obsequió él mismo. Y me dio tres ejemplares más:
--Para tus amigos --me dijo.
Quien no he comprendido ese poema soy yo, que me sigue gustando y no se por qué. Tal vez porque en ese verso consiguió lo que pocos, traernos la poesía para que la disfrutemos. Tengo conmigo otros poemas de Padeletti, que voy leyendo, mientras levanto la vista del libro y me distraigo mirando los pájaros que cruzan erráticos el aire primoroso de este marzo en que no es otoño todavía.
Esta mañana amaneció lloviendo, motivo por el cual se nos aguará la salida, y nunca la expresión podrá ser más justa. Y la lluvia trae a mí aquellos magníficos versos de otro grande, quiero decir, Raúl González Tuñón.
"Entonces comprendimos que la lluvia era hermosa
Estamos tocados por el mismo destino.
Porque nos moja la misma lluvia".
Y yo comprendo entonces que cuando los poetas son importantes viven con sus versos en nosotros, y podemos comprender el néctar y los secretos de la lluvia esplendorosa porque habitan por suerte en un idioma y en una poesía.
Si al fin de cuentas Pedroni tenía razón: La gloria no es más que un verso recordado.
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