CONTRATAPA › DIARIO DE VIAJE
› Por Beatriz Actis
"Pan dulce y oporto --dice-- ésa es mi idea de la vida de campo". Le sirvo otro pedazo. "¿El pan dulce es de acá?". Le explico que lo compré en el pueblo, en una panadería artesanal que hace chicharrones, chipá y también este pan dulce, aunque ya hayan pasado las fiestas. Todavía está tibio. La chica de la panadería, que a esta altura es algo así como una amiga, me lo había vendido esta misma mañana, recién horneado, y me advirtió que no lo comiera caliente, que se iba a desmoldar y que caería pesado; que esperara hasta avanzada la tarde para que se enfriase. La tarde había avanzado, la sombra sesgada de los eucaliptos se había estirado hasta cubrir por completo el patio y el jardín: son cerca de las ocho y tomamos una especie de aperitivo antes de la cena. Él sigue sentado debajo del ceibo, come y mira los eucaliptos del fondo. "Me voy a correr de acá --dice al rato--, porque me mojan los pájaros". "No, es el ceibo", le explico mientras muevo mi sillón más para el lado del sauce. "Es un ceibo que llora, como si fuera un sauce".
Se escucha el ruido del colectivo que viene de la ciudad y pasa a un par de cuadras de la casa. Estamos sentados mirando para el este, en dirección al río; el atardecer, con su cielo anaranjado tras los eucaliptos, vuelve un poco más respirable el aire caliente de febrero. Es la hora en que las cotorras salen de sus nidos alargados, pegados a las ramas más altas de los eucaliptos, haciendo el previsible barullo ensordecedor: tenemos que levantar un poco la voz para escucharnos. Como cuando se mira fijamente un piso con mosaicos o una pared con manchas de humedad y el ojo que observa descubre paisajes, perfiles y figuras, así me parece que en los sonidos del campo es posible descubrir sílabas que se repiten o forman palabras. Entonces se escuchan en esos ruidos de la tarde --las cotorras, el viento del río, las primeras ranas, y algunas veces también, el rumor lejano de un tren carguero-- voces que a esta altura me resultan familiares. En la terminación de la tarde siempre me acosa un sentimiento nostálgico, crepuscular del tiempo transcurrido, de la vida que se aleja.
"Estos árboles deben tener como cincuenta años", dice él después de una especie de suspiro de aburrimiento, o en realidad es un pensamiento en voz alta, y se lo está diciendo a sí mismo. "Más", afirmo mientras me sirvo otro oporto. Ya habíamos hablado alguna que otra vez sobre la antigüedad de los eucaliptos. Una hormiga colorada camina sobre el papel que recubre la base del pan dulce, en el que se lee cada tanto la inscripción con letras doradas: "Tanti auguri". La mato con la mano. "Este caserío es como el pueblo fantasma de las películas, pero el pan dulce que hacen es rico. Mirá la virtud que le vengo a descubrir", dice otra vez como para sí mismo. "También está la fábrica de dulce de leche --le digo--, es otra ventaja". "Nunca probé", dice como por decir algo. "Es rico. Pero cuando pasás enfrente, por la ruta, sale un olor a podrido, dulzón, como de leche cortada, que da un poco de asco", y pongo una cara acorde con lo que le estoy contando. Él no me mira. "No te quedan ganas de probarlo", dice sin ganas, para completar mi frase. "Y... no", contesto en voz muy baja, casi imperceptible. "Éste es crocante", dice cortándose otro pedazo de pan dulce, con mucha corteza. "Esta mañana no almorcé", agrega como para justificarse. Había llegado a la media tarde, con el colectivo de las seis. Nos conocemos desde hace quince, casi veinte años; es de los pocos amigos de juventud que aún viven por acá y nos vemos bastante seguido. No lo trato como a una visita a la que hay que atender, tenemos la suficiente confianza como para que él se atienda solo. El primer rato después de llegar se dedica siempre a quejarse por el lugar adonde vivo. "Viajar hasta acá me deprime, y esto ni siquiera es el pueblo, es más lejos todavía". Al principio yo me tomaba el trabajo de explicarle que sí era el pueblo, pero un barrio, el barrio más al sur, lindante con el campo. "Es como La excursión a los indios ranqueles: encima hay que cruzar el parque industrial, con ese olor que largan las curtiembres...". Exagera, cada vez que se queja, exagera. Mi casa queda apenas a treinta kilómetros de la ciudad, para llegar hay que atravesar un puente, bordear otra ciudad pequeña, salir a la ruta, pasar el centro del pueblo éste, y antes de la curva del ferrocarril, doblar para el lado del río: ahí vivo. "Eh", le decía yo al principio, cuando todavía me quedaban ganas de defender la elección de este lugar, y enumeraba las ventajas: tranquilidad, silencio, belleza del paisaje, vida calma. Pero él nunca me oía.
"¿Había mucho movimiento en la ciudad por la maratón?", le digo sin mirarlo cuando se nos termina el oporto. Mueve la cabeza con un gesto afirmativo: "Por supuesto". "¿Viste a algunos de los nadadores por el centro?", digo, como haciendo una pregunta de rutina, porque siempre el aspecto de la ciudad cambia en los días previos a la competencia: los restaurantes y los hoteles se llenan de extranjeros y de algunos periodistas de Buenos Aires, la peatonal está más transitada que otras veces; hay un sentimiento casi ingenuo de fiesta pueblerina. Él vuelve a responder con un gesto mecánico, con el tono resignado de un: ¿Qué otra cosa voy a hacer más que ir al centro para ver más gente? La maratón se corre desde hace décadas; vienen nadadores de todo el mundo, es una prueba de resistencia: nadar en aguas abiertas. Cuando era chica participaba de la fiesta: iba con mis padres a la largada en la laguna, cuando todavía no se había derrumbado el puente. Era una aventura madrugar en verano, ver los preparativos, los botes que acompañaban a los nadadores con sus guías y sus carteles indicando los nombres y el país de procedencia, las embarcaciones que precedían en caravana a "los titanes del río", como los llamaban en las crónicas, entre el entusiasmo de la gente; después, cuando los nadadores se alejaban y apenas podía distinguirse el mástil de la lancha de Prefectura que cerraba la marcha, íbamos a desayunar a algún bar de la costanera. Sonrío cuando termina ese recuerdo de mi infancia.
Los mosquitos nos atacan como una escuadra feroz; el típico calor pegajoso del verano no decrece ni con la caída de la tarde. Él señala la higuera: un pájaro negro y azul picotea los higos maduros. "¿Cómo se llama? Nunca vi un pájaro con plumas de ese color". "Vi varios por acá, pero no tengo idea de cuál es el nombre". Me di cuenta de que puedo pasar lo que me queda de vida viviendo junto al río, pero siempre voy a tener para esas cosas una mirada citadina. El aire tiene un aroma raro, dulzón. "¿Quién era, Whitman, que decía que era imposible describir el sabor de una fruta o de un perfume salvaje?". "No sé", me dice él, distraído, mientras entramos los restos del pan dulce para disfrutar un poco del interior de la casa. "Whitman, o alguien así", repito haciendo un esfuerzo por recordar. Antes de ponerme a preparar la cena, tiro la botella de oporto vacía a la basura, y prendo la radio casi al mismo tiempo que la luz; suena alguna música lenta, como casi siempre a esta hora, ajena a la estridencia. "Ésta es la mejor hora", digo en voz alta para mí, porque total sé que él no va a estar de acuerdo, que odia el verano, incluso al atardecer, incluso cerca del río, y que su letanía habitual en esta época del año es quejarse de que en el campo los mosquitos no te dejan vivir. La última luz se filtra por la ventana y también se desliza a través de ella la languidez de la tarde.
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