CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
He viajado con Monet. Fue un viaje que no ha respetado el tiempo, no sólo porque él tuvo que llegar a este presente, mi pasado reciente y el presente del lector, sino también porque todos los viajes han sido uno solo, y no existe anterior ni posterior, ni fechas ni sellados en la frontera, sino tan solo los lugares a los que hemos ido juntos y sus pinturas, que muchas veces muestran esos sitios.
En el Museo D'Orsay y en el Marmottan, se pueden encontrar casi todas sus obras. Cuando decidí viajar a Europa, o mejor dicho cuando me animé a llevar adelante lo que había soñado toda mi vida, París era una parte persistente del sueño, quizá fuera el mayor deseo. Pisar los mismos empedrados por donde habían desfilado las tropas nazis, los aliados liberando Francia, la turba de la Bastilla, los jóvenes de mayo, las vanguardias. París es la historia del siglo XX, como Berlín. Y esa carga se tensa sobre una ciudad delicada y hermosa, de una belleza prolija, sobre todo en las zonas que rodean los grandes monumentos y la franja que se extiende a los costados del Sena. Quizá eso no pueda explicarlo ni describirlo (mientras escribo repaso las fotografías y ni siquiera puedo encontrar palabras después de eso, como dice John Berger, la mirada es anterior a la palabra, y por eso esta última es impotente para algunas cosas. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante, explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras nunca pueden anular el hecho de que estamos rodeados por él). Recuerdo la sensación de ver el Sena, su recorrido grisáceo perdiéndose entre los puentes hacia Champs-Elysées. Las cúpulas doradas, el Sagrado Corazón en la cima de Montmartre. El gusto del vino Bordeaux sobre los resabios del Gitanes, una mesa escondida del Barrio Latino. El frío del cementerio de Pere Lachaise, donde vi los labios marcados en la tumba de Oscar Wilde, el graznido de los cuervos; en todos los cementerios de Europa hay cuervos.
Es extraño que sus pinturas estén en una ciudad como París. Supongo que uno podría reflexionar esto sobre la obra de muchos artistas. Monet amaba el aire de la campiña. No sólo como modelo de sus obras, sino porque se sentía bien allí, y ese bienestar puede percibirse al contemplarlas. Antes de la palabra, es decir, antes de las teorías sobre la importancia de la luz y el color en el impresionismo, de la necesidad, en virtud de aquello, de pintar paisajes al aire libre (y en esos paisajes la representación del agua y de la nieve, en donde los reflejos de color y de luz se hacen infinitos), hay una mirada, y esa mirada es la de Claude Monet, mirada que brilla junto a los lagos y ríos en Bordighera, en Dolceacqua, en su amado Giverny. Y los objetos también brillan y entran por sus ojos, y recorren su cuerpo dejando un profundo bienestar, sensación que sólo así, con esa vivencia e intensidad, puede plasmarse luego en sus trabajos. El movimiento que provoca el viento -armonioso y sutil- en la grava, la quietud fresca del agua, el olor de las plantas y las flores que emanan de sus pinturas. Creo verlo, asomado a uno de sus cuadros, en una de las salas coloridas del D'Orsay, oliendo y mirando su jardín de Giverny.
Es lógico que la decisión de concentrar sus trabajos en determinados museos responda a una razón de mercado, de accesibilidad a la obra y a sus propietarios. De todas formas sigue pareciéndome extraño verlas en esos museos, lejos de los lugares que hoy existen, y que le sirvieron de inspiración. Con respecto a esto, cuando hice el viaje lo hice también con la intensión de empacharme de impresionismo, y claro está, de Monet. No sólo en Francia. Seguí sus pasos por cada uno de los lugares en donde pintó, y en cuanto lugar pudiera hallar sus pinturas. Hay una obra en particular, que admiro profundamente, que me traslada a un espacio de nostalgia y pena, como si yo mismo fuera Claude y pudiera recordar el momento en el que pintaba, las personas que se movían bajo el sol esa tarde o esa mañana, y lo que yo -Monet-, imaginaba en el instante de pensar y ejecutar la obra. Se trata de "Paseo/Mujer con sombrilla", pintura que retrata a su hijo Jean y a su mujer Camille, sobre la cima de una colina. Es de 1875, de su estadía en Argenteuil. Cuando lo vi por primera vez, quise ver más pinturas de él. A través de la obra de Monet, conocí el impresionismo y a todos los demás: Renoir, Camille Pissarro, Cézanne. No hace falta escribir la lista completa. Y probablemente a través de Monet comencé a apasionarme con el arte, específicamente con esa pintura. La brisa acariciando la grava de la colina, y envolviendo el vestido de Camille. El tul de su capelina también acariciada por el viento, la mirada lejana y absorta de Jean, más lejos que Camille, como si apareciera por detrás de la loma en el momento que Claude los sorprende.
Paradójicamente, no recordaba en dónde la había visto por primera vez. La busqué en esos museos y no la encontré, claro está. Bajé al giftshop del Marmottan y en uno de los catálogos lo comprobé. La pintura está en la Galería Nacional de Arte de Washington. Ahí la había visto en el 2001, cuando no me apasionaba Monet, ni el impresionismo, ni nada cercano al arte. La vista es anterior a la palabra. Había quedado plasmada en la memoria, un placer y una admiración salvaje e instintiva, que había sobrevivido a la purga del conocimiento, al descubrimiento de otras cosas, en otro tiempo. Supe entonces que Monet también había estado conmigo en Washington, y no lo sabía.
París, enero de 2012
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