CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Después de una larga cadena de días unida a fuerza de salas de esperas, partes médicos y angustia, el gordo Luis recuperó la conciencia un 20 de julio. Para fundamentalistas contra los días "de...", que sólo reconocen las fechas de natalicio, en la habitación 101 del Rosendo García festejamos por primera vez el Día del Amigo. La amistad no sabe de jerarquías. Se siente o no se siente, pero Luisito trabajaba para conservarla, nos contenía, era como un cáliz en donde se mezclaba nuestro vino. Su quincho, tan grande como su casa, era, según sus propias declaraciones, un fuerte en la colina de la vida resistiendo el avance impiadoso de la nada. Fotos de Cafrune, Favaloro y una formación de River de los años setenta adornaban una pared lateral. Un pizarrón de escuela estaba dispuesto para todo aquel que tuviera ganas de dibujar o escribir algo que sirviera como disparador para nuestras sobremesas. Un cartel escrito por el propietario que rezaba "No aplauda al asador, la carne es sólo una excusa", nunca supe si se debía a un principio profundo o a su timidez que le impedía recibir un halago. El anfitrión era una amante de la palabra, creía que la conversación era un placer intenso que nos regalaba la vida, que había que ponerle el cuerpo, que era necesario mirarse a los ojos, tocarse, disfrutar de la existencia del otro. Decía que quitarle la palabra a la gente, robarle términos, era una forma de no dejarla crecer, de imposibilitarle el decir, de empujarla a la adicción. Aseguraba que no había droga más potente que el dinero y que el narcotráfico era sólo una forma rápida de conseguirlo, que hacía rato que había dejado de ser un bien de cambio, que ya era un fin en sí mismo, que el hombre valía más por lo que tenía que por lo que era en su esencia, que nos había vuelto seres quejosos, envidiosos, desmedidos. Con la excusa de mi soledad, de tener el tiempo de sobra que posee aquel a quien nadie espera, era el único que me quedaba para ayudarle a limpiar el lugar. En realidad nos regalábamos un café con coñac en donde destilábamos nuestras penas. No había secretos entre nosotros.
Sobre el filo del horario de visitas y viendo que Adriana, su mujer, que tan fuerte y resuelta se había mostrado en los días previos, no paraba de llorar, me pidió que me quedara a cuidarlo durante la noche. Eran las tres de la madrugada cuando me prendí del timbre de emergencia. Mientras lo llevaban para terapia intensiva con una máscara de oxígeno sobre su rostro, la enfermera me dijo con la mirada: "¿No sabía que el paciente no debía hablar?". Juro que lo intenté, aunque no pude lograrlo. En medio del silencio y la oscuridad escuché retumbar su voz, "La bala en mi cuerpo no es el problema, de las puñaladas en el alma creo que no me salva nadie". "¡Shhh, gordo! Cállate o llamo a la enfermera", lo amenacé, pero siguió como si nada. "Estamos peor de lo que pensábamos, flaco, hicimos una sociedad de mierda, los más débiles son los más violentos" aseguró. Cuando me acerqué con intención de taparle la boca, pude ver su mirada de cerca y entendí todo. Había despertado para contarme su último secreto. Me dijo que estábamos tocando fondo, cosificados, sin valores, los pibes huérfanos de palabras, los pocos términos con que cuentan los tienen vacíos de contenido, sin sentido; o lo que es peor, con el sentido contrario al que fueron creados. Antes de comenzar a toser y de ahogarse con su propio llanto me confesó que antes de quedar inconsciente, mientras le sacaban el casco y las zapatillas a modo de trofeo, le clavaron puñales directo al corazón cuando le dijeron "Dame el celular, amigo, no tenés más plata, amigo, te dejamos las llaves, amigo". Ciento de incógnitas me habitan desde entonces, ciento de incógnitas y un solo acierto. El gordo, aquella noche, no lloró por él, lloró por ellos.
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