CONTRATAPA
› Por Mariana Miranda
"En América el surrealismo es natural, como la lluvia o la locura". Alejo Carpentier, El reino de este mundo
"Acá estamos, esperando el agua", me dijo una vez la Nelly, con esa sabiduría tan de tierra adentro que vos no sabés si es de una resignación absoluta o de un fatalismo crítico "No sabemos si nos vamos a tener que ir todos a Firmat o si habrá que quedarse por acá, che", me dijo mientras me cebaba unos mates, dulces, con esa azúcar inmunda que los asquerosean absolutamente pero que son los mates como a ella le gustan.
Me dijo eso mientras tomábamos mates en el porche de su casa, entre las rosas color de obispo y los enanos de jardín, con el agua subiendo ya por la vereda, y nada, mirando el líquido elemento como un paisaje natural de la zona, pateando alguna culebra de vez en cuando y tratando de ver cómo iba a ahuyentar los mosquitos después.
Más luego, luego pasaron muchas cosas, a lo mejor demasiadas. El agua no vino, como siempre, llegó hasta las puertas de las casas y después, tímidamente, mansamente, se fue retirando; se metió de en de veras en las casas de los vecinos de las afueras, de los que estaban más cerca de la laguna y ésos sí tuvieron que irse un tiempo (algunos no volvieron) a algunas casas de parientes, de amigos, prestadas o no, de la zona o no. Era enrancharse en donde se pudiera hasta que el agua bajara, si bajaba, eso...
Muchos campos se perdieron, muchos animales se ahogaron. Algunas personas también se ahogaron. Hubo tierras que se perdieron en forma absoluta, o porque el agua no bajó, o porque debían pasar muchos años para poder trabajar esa tierra de nuevo y hacerla fértil otra vez.
Es que el agua de la laguna destruye todo (no es que cura, che? en qué quedamos?). No puede crecer nada después en las tierras que estuvo anegando. Las tierras floridas, las plagadas de amapolas y margaritas fueron desapareciendo bajo el barro, feneciendo las corolas multicolores en las tierras podridas, aplastados los tallos por las patas de los flamencos y las garzas que nunca tuvieron tanto para buscar con sus picos, sino, bajo el peso inconfundible de algún que otro castor que paseaba su obesa presencia por entre los humedales oscuros. Los campos sembrados también desaparecieron bajo las aguas, los girasoles, el trigo y el maíz, quintas de frutas y hortalizas y verduras.
Las primeras que dejaron de venir fueron las mariposas, las que invadían el campo a veces, según la estación, el día, la hora y la dirección del viento que hubiera. Las mariposas del limonero les decíamos nosotros, después me vine a enterar que eran las monarcas, las que invadían a veces; pero pasaban, dos o tres veces al año, en bandadas inmensas por sobre los cielos, por sobre los techos de las casas, los árboles y los jardines y sí, es cierto, paraban todas en el limonero. Eran enormes y amarillas y negras, parecía que fueran orquídeas voladoras. Lo más hermoso que he visto hasta el día de hoy, cuando invadían por toneladas los cielos y nuestros árboles. Tampoco vinieron más los colibríes que sabían venir por bandadas a bendecir nuestras flores con sus picos golosos del néctar y que sabían tener una lucha denodada con las abejas por nuestras rosas.
Sin embargo los limoneros quedaron, también los ciruelos. También la Nelly cebando mates con azúcar en su porche plagado de rosas y de enanos de jardín. También las culebras y los sapos que hicieron de ese lugar su lugar natural. También la laguna que de vez en cuando se agiganta mucho más de la cuenta pero que después, vaya a saber por cuál misterio del destino impredecible, vuelve, lentamente, mansamente, a su cauce anterior. También quedó el mangrullo, desafiando malones inexistentes desde el horizonte verde y azul, blanco como una torre nívea en el medio de la nada, punto de encuentro para el fulbito, centro de los torneos comunales. Quedó algún que otro girasol, ahogado en el centro del verde de la maroma de soja, pidiendo socorro a Van Gogh desde tanto yuyo. Quedaron los mejores caballos del mundo, los más cuidados, los más mimados. Quedaron nuestros fabulosos perros, los más tiernos, compañeros y cazadores. Quedaron nuestros mejores amigos, y sino, su recuerdo. Quedaron los viejos, esperando que los hijos vuelvan de la ciudad, a visitarlos. Quedaron los que eligieron quedarse y tener sus hijos y sus nietos en el pueblo, y ser felices con eso, nada más, nada menos. Quedaron los espíritus de los que ya murieron, deambulando incansablemente en las casas en las que habitaron y haciendo algún que otro ruido, para espantar, como corresponde, a los que actualmente habitan sus casas. Quedó el horizonte marítimo plagado de flamencos color coral, de garzas blancas y cisnes negros de cuello blanco y pico rojo. Quedaron las nutrias, ariscas y nadadoras, tan dulces y ágiles que no podés entender cómo las matan para sacarles la piel. Quedaron las tierras mansas, que se inundan de vez en cuando, inmensas de paz hasta en su mismo centro. Quedó el loco Pino contando chistes muy malos por las veredas, la señorita Mirtha recibiendo a los ex alumnos en su casa, los chicos apostándole al amor en la plaza o en el picnic de la primavera o en la laguna y el cura horrorizándose de tanto chisme suelto. Quedó la vida, flotando a como se pueda, remando contra los meteoros intempestivos, peleándole a la laguna su palmo de tierra, increpándole al destino su posibilidad de existir.
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