CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En aquel alto tiempo donde todo y nada sucedía, es decir, lo primero eran los sueños y lo segundo la lisa realidad, la que no tenía fisuras, pero era propicia a la contemplación y a las primeras lecturas.
En el lugar que hoy ocupa el orgulloso Ibirá Pitá había tres plantas de granada, en un rincón del terreno que da la calle, entonces de gramilla polvorienta. Debajo de esas plantas crecía un césped que lucía descuidado, y unos ligustros tupidos hacia el terreno vecino, el de la quinta de frutales tentadores de don Clemente Gerlo.
Allí en ese refugio óptimo para mi atribulada adolescencia, comenzó mi avidez por la lectura.
En realidad, como alguna vez lo conversé con el entrañable, inolvidable Negro Fontanarrosa, yo, él y muchos otros, nuestra generación tal vez, accedimos al libro porque primeros fuimos lectores voraces de revistas de historietas. Nada más natural, creo, que el paso al libro y su maravilloso mundo de fantasía, que signó mi vida para siempre empezó entonces. Varios de mis amigos de entonces compartían esa pasión.
Inútil que busque las razones por las cuales este dulce hábito, este pacífico acto, el de leer, "que siempre es más civilizado que escribir", dicho por Borges no sin razón, ya que en mi casa había apenas dos libros: Un Martín Fierro, sin tapas, de edición humilde y que hoy presupongo de quiosco, de papel muy ordinario, una edición con toda seguridad muy popular y un libro de Amado Nervo, se trataba de la Amada inmóvil, que fue por otro lado mi entrada a la poesía, pero esa es otra historia.
Saliendo de la primaria, en su pequeña y modesta biblioteca comencé a sacar allí algunos libros. Entre ellos Don Segundo Sombra, en edición de Austral.
Hace poco estuve en esa escuela presentando un libro y pedí pasar a la biblioteca que yo suponía oval, al menos así me lo dictaba mi engañosa memoria, pero tiene forma de rectángulo. La desilusión llegó, hay allí un par de computadoras y cuando pregunté por los libros, me dijeron que "estaban en la primaria". Olvidé decir que en la que fue mi escuela primaria hay un Jardín de Infantes, ya que las dos primarias se fusionaron hace mucho. De todos modos me entristeció.
Pero volviendo a aquel tiempo remoto paso a relatar que leí todos los libros de esa primera biblioteca, que, creo recordar, se llamaba Sarmiento y hasta dice la leyenda que su primera directora había sido alumna del sanjuanino y que quiso bautizar la escuela con su nombre, pero fracasó y se contentó con honrar al maestro nominando así a esa pequeña biblioteca.
Cuando había leído los no muy numerosos volúmenes --muchos incluso de la Biblioteca de La Nación, con sus clásicos- el paso lógico era "La biblioteca", como se conoce a la Manuel Belgrano, que una comisión del Huracán Foot Ball Club tuvo el buen tino de fundar en 1940.
Ingresé un atardecer a esa biblioteca, que hoy es un símbolo querido de mi vida, que fue el acicate que me dio el empujón que necesitaba para partir y comenzar estudios que no tenía.
Comprendo que no sería quien soy si no hubiese existido esa biblioteca y a mí un día no se me hubiera ocurrido trasponer esa puerta. No digo que hubiera sido mejor o peor, digo que yo tal vez me habría conformado con esa vida de costumbres apacibles, de humores ácidos y de chismes ligeros. Tuve que canjear todos los crepúsculos, todos los matices que con su luz va alumbrando y yendo hacia la muerte y tuve que dejar el vuelo libre de los pájaros, el batir de las alas de las garzas y las cigüeñas y volver luego a tratar de asirlas con la letra.
Ese día entré, y charlé un rato con la bibliotecaria, la dulce Doña Julia, inefable hada protectora de aquellos años llenos de incertidumbre, pero también de un deseo entrañable que pujaba potente y temerario y pedía pista para cumplir todos los sueños.
¿Ella fue dándome aquello que suponía eran libros para mí? ¿O acaso me sugería los que ella había disfrutado leyendo? Nunca lo supe.
Doña Julia García, de familia de músicos porteños, había sido traída por un bohemio conocido como el Flaco Naly, quien pronto la abandonó. Y ella se quedó en el pueblo. Nunca me habló mal de él. Tal vez lo amaba mucho, tal vez lo habría perdonado.
Pronto me vinculé con mi amigo, el maestro Alfredo Ghiselli, nuevo en el pueblo que pasó a mis manos trémulas los libros de Neruda.
Pero el lugar donde me puse al tanto de la gran literatura contemporánea fue en la Librería Aries, siendo su empleado.
Allí, el poeta Rubén Sevlever, silenciosamente, ponía en mis manos esos libros que estallaron como fogonazos de estupor, de gozo y por qué no, de cierta sensación de inmensa libertad: Lo hacía con su estilo silencioso, pero era un maestro verdadero, como no queriendo enterarse de que enseñaba.
Después vino la Facultad que también trajo sus lecturas. Pero lo iniciático en mí había comenzado mucho antes. Cuando yo me subía a alguna de esas plantas de granada con un libro en la mano y no escuchaba el grito estentóreo de los teros por el aire o la música y el bullicio de los pájaros.
Yo, evidentemente sólo tenía oído para la música maravillosa que me traían los libros con la promesa de hermosísimas islas perdidas como en el poema de Raúl González Tuñon.
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