CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Asistir a la Exposición Rural era como un ritual. La mejor visita siempre fue la que hacía con mi viejo. Era como un viaje a su infancia, a sus cosas, a sus sueños. En los boxes de equinos se sentía como en su casa. Parecía temblar de emoción, le transpiraran las manos por montar a cada uno de los ejemplares. Tomábamos mate con los cuidadores, integrábamos fogones y escuchábamos historias. Disfrutábamos de la jineteada, demostración de destreza gaucha, se enojaba cuando la llamaban doma. Decía que no se domaba a ningún animal golpeándolo. Creía que si el hombre tenía un amigo entre las bestias ese era el caballo, y que el aborigen de nuestras pampas había estado hermanado con su corcel. En la entrada del galpón había colgado un cartel que rezaba "El caballo, la guitarra y la mujer no se prestan". "Es un refrán gauchesco, al cual le agregaría ni tampoco se le paga el vino", me dijo cuándo le pedí que me lo explicara. El paseo se terminaba cuando empezaban los discursos de los "ajedrecistas", así los había bautizado a los oradores, siempre dispuestos a entregar varios peones antes de perder un caballo. Decía que sabía lo que iban a decir, cómo iban a mentir para el aplauso y escapaba como escapó alguna vez de su Chabás natal cuando decidió convertirse en obrero industrial en la gran ciudad. Una sola vez nos quedamos hasta el final, resistió estoico huyendo de los altoparlantes escondido en la cabina de un tractor. Lo hizo sólo para ver a su ídolo, un tal Horacio, a quien llamaban "el potro". Me ayudó a saltar la baranda empujándome hacia el medio del campo, muy cerca del escenario. Creo que fue la primera vez que lo representé, fui sus ojos en aquel momento. Cuando terminó de cantar me levanté y me di vuelta para mirar la tribuna enfervorizada, vi muchos rostros muy parecidos a los de mi padre, hasta que lo pude divisar con una sonrisa tan grande como nunca se la había visto, gesto que guardo como una foto en mi memoria. Camino a casa me preguntó si me había gustado el cantor, le contesté que sí, pero que gritaba mucho. "Lo que pasa es que es medio indio, medio guaraní", lo justificó todavía contento. Una tarde de fútbol, en el que me encontró llorando más por la impotencia que por los golpes recibidos, me dijo "vamos, hijo, los hombres no lloran o cuando me viste llorar a mí!". Frase que me dejó pensando, por lo cierta, por lo cruel. Nunca le había visto derramar una lágrima pero sí muchos silencios detrás de una cortina de humo de cigarrillos. Vivirían allí sus penas, su dolor, su hija muerta, sus días de cárcel, la persecución, los despidos, su búsqueda de trabajo sin arriar banderas?
No conoció el mar de agua salada, estaba enamorado del mar de pasto y el de vino. Este último se lo fue tragando despacio como la noche se traga al paisaje. Alcohólicos Anónimos, recaídas, discusiones, golpes, aquella noche... Sin más maleta que su vieja guitarra volvió a su pueblo a vivir al cuidado de dos hermanas solteronas con vocación de brujas. En una piecita del fondo de la casa pasó sus últimos años condenado por idealista, por resistirse al olvido, por no poder llorar. Don Esteban, el dueño del boliche parador del Arito, una noche me reclamó muy respetuosamente una cuentita pendiente de algunos vinos. Se los pagué de inmediato, le pedí disculpas y discreción, creo que fue la segunda vez que lo representé. Cansado y cada vez más delgado dedicó sus últimas fuerzas al cultivo de rosas. Una tarde se descompuso en mis brazos, en el camino a su cama me dijo: "los indios eran sabios, hijo, fumaban y tomaban en grupos, en fiestas de varios días, quemaban todo el excedente, ninguno acumulaba, todos empezaban de cero, el placer se hace vicio cuando no se comparte". Lo acosté y a modo de canción de cuna puse un disco simple muy gastado en su Winco, "Guitarra, vino y rosas". Fue la primera vez que escuché y entendí su letra, comprendí su último silencio, nunca había podido olvidar a mi madre, el cuerpo de mi madre, su piel, su deseo. De tanto en tanto siento la necesidad imperiosa de mirar el mar. Hoy camino por el puerto de Santa Cruz, mientras me peina el viento los cabellos siento que de alguna manera lo estoy representando por tercera vez. Cargo con otros silencios y una diferencia buscada. Miro el mar y olvido, miro el mar y lloro.
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