CONTRATAPA
› Por Luisina Bourband
Fútbol
Está por patear desde un lateral, de las medias a la gorra vestido del Barsa oficial. Su rubio tiene mechones más claros, probablemente logrado a cloro de pileta. "En qué arco tienen que hacer el gol los azules?" Pregunta el profe para intentar ubicar a la marea infantil acerca de lo que están haciendo. Mi hijo juega pan y queso sobre la línea blanca que parte la cancha en dos.
Siempre me gustó el ruido a club. Pienso si la gente de los edificios lindantes tendrá el mismo disfrute.
Otro rubio de setenta centímetros de humanidad atraviesa la cancha a velocidad ardilla; vuela en pantalón modal rallado y Nike fluodiminutas. Su vestimenta connota la escrupulosidad estética de la madre, que grita sin interrumpir el diálogo en el que está inmersa: "Beniiitoooooo". El bebé devenido prematuramente a niño, acostumbrado, no responde. O responde, corriendo más rápido. Le cuelgan los pañales. Lo alcanza de un tirón mientras dice: "Nos vamos a Disney, pero a este no lo llevo", para depositarlo de este lado de la raya, y que todo vuelva a empezar. La raya para él no es un límite, es la grilla de largada. "Beniiiitooooo... mirá que no te quiero más!".
La madre, desde su niñez, desaloja al hijo. No hay lugar para los dos.
Al lado, una morocha "recienllegada", con la languidez y la piel lisa que le ha donado su clase social, le dice al entusiasta profesor: "Lo traigo para probarlo, a ver cómo juega, porque me quiero salvar". No pertenece (todavía) al grupo de madres líderes, las que llevan la batuta. Mira embelesada a su pequeño rubio con camiseta como una túnica. Un querubín que conserva rasgos de bebé. A mí me confiesa, un poco más modesta: "Lo traigo porque vive entre mujeres, para que patee la pelota un rato".
Intento hacerme una idea de su vida, al mismo tiempo que veo entrar un hombre de edad media, canoso, de impecable traje y andar seguro. No camina, flamea como un Alain Delon criollo. Su cara es idéntica a la de la madre del querubín. "Ahí viene el abuelo", dice ella con regocijo.
El patrón del gineceo.
Se me cruza por la cabeza la ambigua frase que puso en twitter Romina Gaetani cuando murió su padre: "Mi vida toda tuya". Lo leí en la Pronto atrasada que me trae mi madre cuando viene de visita.
El abuelo supervisa las patadas de su nieto. Bajo su mirada todo se tranquiliza. "Mirá la pelota" le indica.
Benito sigue corriendo, evitando magistralmente los pelotazos al límite de lo posible. Sus ojos son tan azules que tienen algo de diabólico. Trato de encontrar una razón por la que alguien puede llamar a su hijo como Mussolini. Me inclino por la hipótesis de la ignorancia histórica, que no deja de ser eficaz. Su hermano mayor hace un gol, y dibujando un semicírculo de festejo le infla el pecho a su madre que lo mira diciendo: "Por fin hiciste algo".
El arte de injuriar.
Natación
El vapor se junta con mi calor hormonal, y hace del vestuario un infierno. Una madre me dice: "Me di cuenta que estás amamantando, porque tenés un cuerpo como de posparto". Insulto sofisticado? O belleza en un cuerpo posparto? Un artilugio retórico difícil de descifrar.
Un cansancio al borde de lo formulable, más mal dormir, más dolores varios (tengo músculos paravertebrales, gran descubrimiento gracias a mi kinesióloga), son demasiado cóctel para también tener que develar las escansiones en los modos de decir femeninos.
Le hago brainstorming con la toalla a mi hijo, para no tener que enchufar el secador de pelo. El escruta silencioso la diferencia de los sexos. Su escena fundamental acalorada en un tejido de dichos maternos.
La nena morochita dice algo que no se entiende, todavía lleva pañales. Una joven con aire hippie y flequillo rolinga la manipula. Me aclara sin que yo pregunte: "Yo no soy la mamá, soy la hermana, lo que pasa que es que mi mamá la tuvo de grande, por eso nos dijo la fonoaudióloga que es lenta, porque vive entre adultos, por eso no aprendió a hablar todavía".
Recibo semejante textobomba desde mi estado de estupor térmico y trato de imaginarme su futuro. "Bueno, a su tiempo", digo, y me doy cuenta que esta vez me olvidé el peine. La regla es que siempre me olvide algo, aunque repase la lista antes de ir. Es una especie de sorpresa que me doy a mí misma todas las veces. Una lotería memorial.
"Dale, despertate, que después de la pileta vamos a tomar la leche a casa de la tía Chachi", le dice una rubia Koleston de filigrana al bulto de niña semidormida. "Siempre me pasa lo mismo, desde Alberdi la traigo y se duerme en el camino". Intento reconstruir las razones por las cuales la trae de tan lejos en lugar de ir al club del barrio. Un tour vespertino para nunca parar en casa.
Me viene a la cabeza la enorme bandera en la cancha del domingo: "Asociate al club de tu barrio". Tiempos del envés de la película Luna de Avellaneda, que lloraba la destrucción de los lazos de los noventa.
Salimos de ese antro de perdición. Un baño turco, pero de madres, donde todos los tiempos se colapsan. Una gran argamasa genealógica de repeticiones y refranes. Lenguajes asertivos traslapando deseos dubitativos.
Mi hijo mira el kiosco y ya le adivino el deporte de pedir. "Mami, me comprás..." "No, el Mogul a cinco pesos".
Salimos y el otoño nos pega en la cara. También me olvidé la camperita del buzo. Se acerca y me da la mano. Caminamos en silencio haciendo crujir las hojas. Hay algo entre la maternidad y el olvido. Olvidar para repetir. Repetir para no recordar. Lo intratable del olvido.
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