Dom 25.05.2014
rosario

CONTRATAPA

México Rivera

› Por Marcelo Britos

Describir las ciudades de América Latina en función de la notoriedad de sus contrastes, ha pasado a ser ya un lugar común. Es lógico entonces que México despierte esa curiosidad, porque puede comprobarse ese fenómeno quizá más que en cualquier otra ciudad y porque, como toda experiencia de viaje, la mirada del que descubre está siempre contaminada por esos rumores o mitos. Si se lo piensa, la sorpresa sería no encontrar esos contrastes. Latinoamérica es así. Desde el río Bravo hacia abajo las urbes arrastran las consecuencias de un proceso de colonización económica, política y cultural que comenzó en el siglo XVI y que hoy continúa, cambiando con el tiempo los dominadores y reconvirtiendo los instrumentos de dominación; las víctimas no cambian. Por lo tanto es obvio que convivan en esos espacios las huellas de lo que concede el capital al mundo: pobres y ricos, cada uno con su versión de una misma identidad regional.

En la capital azteca es más notorio porque su enormidad, su historia y su volumen demográfico han contribuido a la constitución de dos economías que conviven en la cotidianeidad: una formal, representada básicamente por el capital foráneo, sobre todo el estadounidense, y que sostiene y es sostenida por una minoría vernácula que vive en los mismos lugares. Entre ellos los barrios de Polanco y Condesa, con sus edificios corporativos y los bulevares con aire porteño. Parece mentira que todo eso esté a veinte minutos del Templo Mayor de Tenochtitlán. Y otra economía informal, la que alimenta y da trabajo a la gran mayoría de los mexicanos, los excluidos y postergados. Es increíble ver los mercados por calle Venezuela, con sus murales denunciantes y sus mostradores coloridos y variopintos, a tan sólo seis cuadras de la casa de gobierno. De allí también, y de todo el país, surgen los ejércitos de inmigrantes que arriesgan su vida para llegar a Gringolandia. Y son ellos los que sostienen una gran parte de la economía estadounidense con su mano de obra. Es decir, parafraseando al viejo dicho, alimentan la mano que después los muerde. Lo que otrora fue el patio trasero para los gringos, como lo definió John Kerry, se les ha achicado. Termina ahora en Guatemala y en las orillas del sur de Puerto Rico. Contrastes y también contradicciones. Octavio Paz, en el "Laberinto de la soledad", habla de esas contradicciones y establece la paradoja de los murales de Diego Rivera que adornan el Palacio Nacional, como la metonimia de todas las contradicciones. Justamente porque ese gran mural tras la escalera principal del palacio, cuenta la historia de la colonización de México por los españoles y luego por los terratenientes, y antes la de los mexicas sobre los demás pueblo mesoamericanos; y ese recorrido va coloreando los muros del mismo palacio desde donde gobernó Porfirio Díaz, los que traicionaron a los revolucionarios, y más tarde los partidos tradicionales que se llevan, entre burocracia y corrupción, 40 mil millones de pesos por año.

Todos estos desvaríos tienden a justificar que no fueron justamente los contrastes los que me sorprendieron cuando estuve allí, sino sus profundas contradicciones, y la forma en que los mexicanos las asimilan. Hay cierta madurez en eso, en convivir con eso, que contradice los mitos que se construyen alrededor de cómo los mexicanos han vivido sus procesos históricos. En el momento de la llegada de Cortés, los mexicas estaban en el esplendor de su poderío, cimentado en el sometimiento de los demás pueblos mexicanos. Eran masacrados, conquistados, esclavizados y obligados a pagar tributo. Quien no podía pagarlo, era obligado a entregar a un familiar para ser sacrificado. Incluso Cortés, para vencer a los mexicas, conspiró con los pueblos dominados por éstos. Los beneficiados de este dominio eran nobles y sacerdotes que vivían en una sociedad militarizada, de hecho la única forma de acceder a la nobleza sin herencia de sangre, era a través de un buen desempeño en el campo de batalla. Después lo que ya conocemos, el otro sometimiento, el de los europeos, sangriento y destructivo. Es increíble escuchar a muchos intelectuales mexicanos agradecer a los españoles, por ser parte de la chispa fundacional de la América mestiza. Otra gran contradicción. Sin embargo es el propio Diego Rivera el que, en medio de esta perplejidad, parece haber entendido el oxímoron histórico que envuelve a México, y le dio, y aún le da en sus murales, cierta lógica respuesta. La fila de pueblos sometidos por los mexicas para dar tributo a Cuauhtémoc, los españoles marcando con hierro incandescente a los nativos, los terratenientes explotando a los campesinos, los norteamericanos invadiendo el norte. El devenir de México no puede explicarse en pequeñas fórmulas como slogans, así lo pretenden ciertos pensamientos de la izquierda intelectual, y de la derecha más arcaica. Pero su historia es, sin duda, el exponente más gráfico y exacto de la explotación del hombre por el hombre, de los fuertes sobre los débiles. Eso gritan los murales, y es un grito que trasciende la nación azteca para llegar a los rincones del mundo en dónde el hombre y la mujer sobreviven. Los murales de Rivera son murales para el mundo, y están en México.

México, mayo de 2014

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