CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Era cuando la luna sólo se reflejaba en la escarcha que paralizaba los charcos, cuando no había una mariposa ni por asomo, cuando reinaban las paspaduras y los sabañones. Noches en que la luna brillaba como un gigantesco plato sobre los campos cubiertos de una helada pátina blanca, una luna que daba una luz extraña y fantasmagórica, como si se tratase del paisaje de un planeta lejano.
Con todo ese frío, sin embargo, las actividades seguían su curso. La única calefacción de la casa la constituían las cocinas económicas o en las casas más pobres el hospitalario fogón, con la exclusiva combustión de los marlos que se almacenaban en trojas familiares hechas de cañas y alambres. Eran en pequeño las mismas que había en las chacras y que guardaban las rojas espigas de maíz esperando que las visitara la máquina desgranadora y que luego pasarían a otra, donde los blanquísimos marlos serían depositados. Según mi padre, los más ricos asados se degustarían con esas brasas.
La leña, que se obtenía de los árboles caídos en las tormentas, necesitaban mejor protección y toda casa tenía, aunque fuera precario, un galponcito que llamaban leñeras ya que por obvias razones no podía ese material tan valioso permanecer a la intemperie.
No sé por qué aquellos inviernos se nos aposentan en la selectiva memoria como excesivamente crudos. Pero no era obstáculo para que nuestra actividad escolar o mejor aún, nuestros juegos no siguieran su curso. Como anochecía muy temprano no era difícil que cenáramos casi a la caída del sol y poco después acatáramos la orden paterna de irnos a dormir y desde nuestra cama oyéramos el ciclo cotidiano en la programación de radio El Mundo, "Glostora Tango Club", con sus orquestas en vivo y sus tres tangos brillantes. Acabado el cual, mi padre apagaba la radio, mi madre recorría las habitaciones con la lámpara, una mano puesta sobre el tubo para defender la llama de las corrientes de aire, la depositaba sobre la mesa de luz, y nos arropaba, cubriéndonos con la frazada y apretándola sobre nuestras espaldas que ya comenzaban a calentarse y uno veía venir el sueño como una nube dócil y protectora sobre la pequeña humanidad que en silencio agradecía ese mimo, que no por repetido, no esperara entre abandonado y ansioso.
Al despertar, ya mi padre no estaba, había ido hacia el trabajo y mi madre me había preparado ya el desayuno, café caliente con leche muy gorda, porque venía directamente del tambo a la ollita donde hervía todo su espumoso blancor. Una galleta que rara vez se acompañaba con manteca o algún dulce casero, industria de su manos. Y luego sí, el corto camino a la escuela que muchas veces, sin ponernos de acuerdo, haríamos con mi amigo y compañero de grado Miguel Correa. Esas tres cuadras las hacíamos cascoteando gorriones que se atrevían por las zanjas llenas de escarchas, y en la calle cubierta de costrones de barro donde buscaban algún alimento.
Un día, casi de milagro se nos apareció un chimango, con sus alas enormes. Miguel, rápido de reflejos antes de que yo atinara a levantar un cascote, le arrojó con un flamante tintero de vidrio que llevaba en su mano agarrotada de frío. No dio en el blanco pero sí se estrelló en el cordón de la vereda de la escuela, de riguroso ladrillo bien cocido. El bicharraco nos miró fijamente, en su cabeza terminaba en desagradable pico curvado y luego agitó sus inmensas alas y se elevó raudo sobre las plantas de moras negras que bordeaban todo el perímetro del terreno donde se levantaba ese edificio querido. Como el dinero no sobraba, y don Leandro, su padre, era muy severo, tal vez se ganó una paliza. Imposible recordarlo hoy y si le pregunto tal vez ni él mismo lo recuerde.
En ese tiempo, todos los chicos de mi barrio acortábamos camino. No entrábamos por la puerta principal. Al terminar la placita vecina, un desvencijado portoncito, que sorteábamos muy fácil, nos metía dentro del patio de la escuela. Era un gran patio de tierra con ralas gramillas, donde jugábamos breves partidos de fútbol en los recreos. Unos grandes plátanos, casi centenarios que aún subsisten, hacían de arcos naturales. El balón era casi siempre de trapo, y de vez en cuando alguien traía una pequeña pelota de goma, roja, con listones amarillos. Sonada la campana de entrada, la escondíamos en un caño que desaguaba la lluvia del techo. Era una prevención para evitar la requisa de la maestra. Ella quería evitar que la emprendiéramos al jueguito "de cabecita", como le llamábamos, en el aula. Los recursos de aquellos tiempos lejanos como el vuelo incesante de las golondrinas que buscaban su rumbo, eran incesantes y creativos.
Traerlos hoy, aún con la crudeza del recuerdo, imprime en nosotros un calorcito de rojísimas brasas.
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