CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Treinta años después, cuando el artista John Mavroudis buscara alguna imagen para simbolizar el vacío en el quinto aniversario del atentado al World Trade Center, se acordaría de él. De ese pequeño francés de pelo rojizo que lo conquistó en una mañana de agosto de 1974. La idea de Mavroudis, finalmente ilustrada por Owen Smith, se transformaría en una de las tapas más memorables del New Yorker: la de un equilibrista en la nada en la portada exterior, sobre un fondo totalmente blanco, mientras que en la tapa interior se lo ve caminando en el aire, con la ciudad y la huella de las torres justo debajo de él. El hito irrepetible superpuesto a la ausencia mortal. El fugaz poema visual del que ya no quedaba ni el espacio en que había sido escrito. Sólo el desplome feroz que las extirpó de la silueta de Nueva York pudo diluir -en parte- la absurda y sorprendente imagen de Philippe Petit, ese joven equilibrista francés que en forma clandestina tendió un cable de acero entre las torres gemelas para pasearse a más de cuatrocientos metros de altura durante cuarenta y cinco inolvidables minutos. La muerte y la destrucción, comprensiblemente, se imponen. Aunque, como afirma VilaMatas, sería estupendo que en lugar de arrinconar tanto la belleza fuéramos capaces de recordar con idéntica intensidad la poesía extraordinaria de aquel gesto.
Mucho se ha dicho y escrito sobre el tema. Tal vez Paul Auster, que después de seguir con interés las hazañas de Petit durante algunos años acabó por trabar amistad con él a principios de los ochenta, haya sido uno de los primeros en hacerlo en profundidad, al incluir su nombre entre los ensayos que formaban parte de The art of hunger. Entremezclado con el de algunos poetas franceses, aparecía el del joven equilibrista, como exponentes de dos artes inútiles flotando en el vacío pero capaces de una emoción que ninguna otra cosa lograría provocar. Artes capaces de espantar la idea de la muerte con la belleza gestual del cuerpo y la corporal de la palabra. "El equilibrismo no es un arte mortal, sino un arte vital, de una vida vivida con plenitud --escribió el de Brooklyn en su ensayo "En la cuerda floja"--; lo que equivale a decir que la vida no se esconde de la muerte, sino que la mira directamente a los ojos. Cada vez que Philippe se sube a una cuerda, toma posesión de esa vida y la vive en toda su regocijante inmediatez, en toda su dicha."
Pero la mejor forma de asomarse tanto a la historia como a la poética del equilibrismo, acaso, sea a través de Alcanzar las nubes, el libro del propio Petit en el que repasa con detalles su monumental desafío, y el documental Manon Wire, de James Marsh, con el que me topé en estos últimos días, a destiempo y prácticamente por azar.
Criado en el seno de una familia francesa de clase media, Philippe Petit siempre quiso deslumbrar y sorprender. A los seis años ya había aprendido unos cuantos trucos de magia; a los doce los malabares; equilibrismo unos años después. De espíritu inquieto e indomable, tuvo tantas y tan diversas actividades -pintura, alpinismo, carpintería, equitación- como expulsiones de los colegios a los que sus padres insistían en enviarlo. O más de lo segundo que de lo primero. Para los dieciséis se largó a recorrer el mundo, sobreviviendo como artista callejero en ciudades de Rusia, Europa, India, Australia o allá donde lo llevaran sus pies. Viajaba siempre ligero de equipaje como un trovador y tuvo que aprender a huir en su monociclo para escapar de la policía. También fue arrestado más de quinientas veces por carterista, ejercicio para el que tenía sus dotes: uno de sus cómplices en Sídney asegura que se las ingenió para robarle el reloj al policía que lo había arrestado. "Tengo la mente de un criminal", fue lo primero que le dijo a Marsh cuando se conocieron. El director inglés manifiesta que después le enseñó cómo matar a una persona con una copia de la revista People y que le robó la billetera antes de irse.
Pero en el lento dominio de los delicados secretos del equilibrismo se concentraban sus ambiciones más grandes.
Tenía diecisiete años la tarde en que un persistente dolor de muelas lo arrastró al oscuro consultorio de un dentista parisino. Mientras aguardaba en una sala de espera pobremente iluminada, se topó con un artículo que anunciaba la construcción de dos torres gigantes en Nueva York. La comparación proporcional con la Torre Eiffel daba una idea estimada de la magnitud del proyecto. En el medio, en ese abismo insuperable que se abría entre las dos, el joven Petit vislumbró un desafío que se le clavó como una cuña en el centro del alma. Arrancó la hoja y, sin esperar al dentista -qué importa un dolor de muelas cuando se encuentra un sueño a perseguir- salió corriendo hacia las calles de París.
Aunque llevó a cabo otras proezas que podrían haber bastado -en 1971 logró, a hurtadillas, tender un cable entre las torres de la catedral de Notre Dame para sus acrobacias, y volvió a sorprender al mundo en 1973 cuando caminó sobre un cable enlo alto del puente de Sídney-, la travesía aérea entre las torres se convirtió pronto en su mayor obsesión. Viajó a Nueva York en enero de 1974 para analizar las probabilidades y exigencias. Al salir del subterráneo y toparse con la visión de las torres por primera vez, el corazón le dio un vuelco. "El tamaño de las torres, su magnitud, me gritan una palabra, se mete bajo mi piel mientras hago una pausa en lo alto de las escaleras, agarrándome a la barandilla: Imposible!" Pero algo en lo profundo de su ser lo impulsaba a querer tocar ese cielo con las manos.
Petit, ayudado por un grupo de amigos y cómplices, pasó los siguientes ocho meses planificando la forma de llevar a cabo lo que después se dio en llamar "el crimen artístico del siglo". Pasear por el cable de acero entre las torres era el final de la obra, la consumación. Antes era preciso sortear controles de seguridad, transportar clandestinamente el material necesario, tender de algún modo un cable entre ambos puntos, tensionarlo para soportar el vaivén del viento.
El 7 de agosto de 1974, después de haberse infiltrado ilegalmente con tarjetas de identificación falsas y de haber pasado la noche escondidos, Petit y sus colaboradores lanzaron con arco y flecha un cable guía que uniera ambos edificios y les permitiera tensar el pesado cable de acero. Amanecía en Nueva York. Abajo, la ciudad cobraba vida. Philippe Petit se disponía a dar sus primeros pasos entre las nubes.
El resto fue poesía suspendida en el aire, hasta que la intervención de la policía logró ponerle fin. En una de las tantas célebres fotografías de ese día, se ve a Petit sobre el cable tendido entre las torres mientras un avión sobrevuela la escena: es lo único, en todo el mundo, que está por encima de él. En otra, tomada por uno de sus cómplices después de los primeros pasos de Petit, se lo ve sonreír con orgullo. Las imágenes contribuyen a comprender sus palabras en toda su dimensión. "La vida debe ser vivida al borde de la vida. Se debe ejercer la rebelión, rehusar las reglas, rechazar el propio éxito, negarse a repetirse. Ver cada día, cada año, cada idea como un verdadero desafío. Así vivirán sus vidas en la cuerda floja."
La sensación que dejan las imágenes es la de un emperador ante el vasto territorio conquistado. Allí, acaso, y no en el riesgo ineludible, radique la verdadera fascinación de esta gesta absurda. En la belleza fugaz, volátil, de ese instante mágico en que un hombre conquistó el vacío y trazó un poema en el abismo. Desde el suelo, a cuatrocientos metros, el cable difícilmente se haya visto. Imagino a Philippe Petit suspendido en el cielo, recorriendo una y otra vez el abismo entre las torres y lo único que se me ocurre pensar es en la libertad más absoluta. La sensación de que no hay sueño o territorio -por inalcanzable que parezca- que no aguarde a aquel con el coraje de atreverse a dominarlo, o caer en el intento.
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