CONTRATAPA
Hace frío, pero no podemos ver su aliento, como si no respirara. Si miramos sin detenernos en lo que los gestos dicen, sólo hallaremos una mujer de unos treinta y cinco años, tal vez cuarenta, tal vez más, en una cocina antigua enjuagando la última taza de café que quedó del desayuno. Veremos cómo duda entre la heladera y la alacena cuando abre puertas y bambolea su cuerpo sobre la pierna derecha con la mirada perdida en el estante más alto, ahí donde guarda las latas de puré de tomate y el arroz. Veremos además cómo cierra el grifo pensativa, decidiendo tal vez la comida que hará para el almuerzo. Los pensamientos no son tan simples de ver, ni tan ordenados, ni tan asibles. Menos los de ella. Tienen su propia lógica y a veces se mezclan con lo que hay adentro de la heladera: un par de papas, zapallitos verdes, unas zanahorias, un pimiento rojo, dos o tres cebollas, algunos dientes de ajo. Un salteado de verduras no estaría mal, quisiéramos decirle. Pero ella está demasiado ocupada para atender nuestras opiniones. Sabe que siempre habrá quién le diga que no está bien lo que está pensando, o lo que está haciendo, o lo que piensa hacer o lo que hizo y pensó. Aprendió con los años a otorgarle más valor a sus manos y a lo que puede con ellas. Y hoy pareciera ser que está tramando algo, si prestamos atención al modo en que dio vuelta la cabeza, recién, para mirar la calle, dejando escapar una sonrisa esquiva y un brillo tenue en el ojo izquierdo.
No es la comida lo que le interesa, como tampoco pareciera afectarle el fútbol que domina todo el escenario de la vida desde hace unos días, como no le importa que él esté llegando del trabajo. Lo vemos entrar, cansado. Pensamos: pobre, seguro ella ya estará allí para darle un abrazo, una caricia, vendrá a dejarle un beso apenas visto sobre los labios. Pero ella no viene. Ella sigue en la cocina. La vemos impávida. Parada entre la alacena y la heladera, mirando hacia la calle por donde él acaba de entrar. Creemos que no lo escucha cuando se queja de que fulanito le hizo una mala jugada con el jefe y parece que el sueldo será el mismo por varios meses. Pero sí, escucha, veamos cómo levanta las cejas y le tiembla el labio superior. Por el modo en que lo mira creemos que quiere decir: siempre es otro el culpable, siempre está afuera la mierda. Pero no habla. No habla. Ya dijo lo que tenía que decir, a su tiempo, con las ganas de la juventud. Creemos que ya lo hizo. O nos hace creer. Es que no sabemos -observar es no saber- y nos obliga a detener el corazón junto a la puerta. Sus pensamientos son tan extraños. Sin embargo, a él no le asombra que pase a su lado sin saludarlo. Entonces algo se nos hace más nítido aunque sigamos sin comprender. Ella no está en esa casa. No es ella la que atraviesa la puerta, no es ella la que camina por la calle. No hay ella. ¿A quién le habla él entonces?
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