CONTRATAPA
› Por Irene Ocampo
Elena me llama por el escaipi. Quiere chatear. La saludo y me pide cam. Sólo veo su torso desnudo, el escote de su corpiño color piel. Justo entre los dos pechos, como abrigadita, saltando y saludando, la crucecita dorada me dice que es una creyente, o quizá una religiosa? No lo sabré nunca tal vez. Conecto mi cam y empieza darme órdenes. Que me desnude. Que me toque como ella se toca. Y empieza a pedirme objetos para amenizar nuestro encuentro sexual de un lado al otro del océano. Aunque no me gustan mucho las órdenes, me hago la obediente. Sus pechos delante mío son como el mapa que me sostiene en la travesía, adelantándome a dónde puedo llegar si jugamos su juego.
Hace calor. No es sólo mi temperatura que se elevó por el alborotamiento de esta nueva aventura. Estar desnuda me produce un placer enorme, y además es un alivio en un día como este. Trabajando no me había dado cuenta de que estaba demasiado abrigada. Ya puedo agradecerle a esta chica que dice llamarse Elena porque me siento mejor. Mientras intento no enrollarme con la rebeldía con la que acostumbro a responder a cualquier tipo de órdenes que me lleguen de cualquiera, la visión de la desnudez de Elena me conmueve y empiezo, con un poco de torpeza, a proveer de los objetos no tan extraños que se me piden. Ella está caliente y además quiere hacerlo rápido, ya mismo.
Mi destreza en usar objetos comunes en lugares extraños viene de mi interés en conocer qué se siente al estar de este lado. Algún día, pienso, llegaré a pedir estas cosas? le daré órdenes a otra? Sí y sólo esté montada. Montada para ser otra. Para hacer de la transformación un viaje placentero, oblicuo, resbaladizo, por el lado de las fronteras sinuosas y tentadoras. El sexo de Elena me tienta y hago lo que me pide. Tiendo un simulacro para que nuestra desnudez cuestione los cánones, desabrigue las mejores intenciones, oprima el botón de 'Play' y comience a exhibirse en un pequeño escenario, una pantomima del juego de los poderes. Jugar por el placer de jugar. Jugar a ser otras. A romper la idea de que la desnudez te muestra tal cual sos. La desnudez también puede ser otro disfraz.
La piel de Elena estará tan caliente como la mía? me pregunto mientras pruebo las primeras fases del dolor para obtener placer. Los pezones son sensibles. Bien duros no me dolerían tanto, me dice la chica del otro lado de la pantalla. El calor o alguna otra causa me impiden lograr la dureza justa. Mientras el dolor me anula, casi. Pienso que esto no es para mí.
Ligueros, pide en su lengua castiza. Zapatos de tacón. Cuero. Medias de nylon. Largo un involuntario: medias con este calor!? y ella inmutable, dice: sí, me ponen mucho las medias de nylon. Y claro, dicho así a mí también me calientan esas medias que hace años no uso, y que ni siquiera me provocan al verlas. Como no estamos para que yo le explique todo esto a Elena, le digo que puedo conseguir, si me da tiempo. La respuesta no la convence. Vuelve a comenzar el listado de peticiones. Antes de seguir negándome le digo que tengo mucho calor. Le pregunto si ella no siente calor también. Lo toma en su sentido figurado. La pantalla se prende fuego. Me dice que debo estar muy rica. Que ella se chuparía mi cuerpo sudoroso. Que le muestre en dónde siento más calor. Abro las piernas. Me enredo con la punta de la sábana y casi vuela la notebook al piso. Trato de recomponer la situación. Siento calor otra vez, por la torpeza de mis movimientos. A Elena nada de todo esto le resulta sospechoso. Ella siguió diciéndome cosas cada vez más intensas. Vuelvo a mi posición antes de que me lo pida otra vez. Además no podría sentarme de otra manera.
Con la computadora entre las piernas tengo de repente la sensación de que estoy en alguna playa a la orilla del mar, siento una brisa leve. La temperatura del ambiente es menor. Lejos de todo. Cierro los ojos y me abandono a ese entresueño. Ya no hay un espacio entre la chica del crucifijo y yo. No le tengo que pedir nada, ni ella a mí. Se mueve con el ritmo de las olas del mar. Me acaricia y se incorpora en mí. Se me mete debajo de mi piel, entre mis huecos húmedos. Es aire, es agua. Se agita en mi sangre. Y vuelve a salir de mí en las exhalaciones de mis gemidos. Montada sobre mí, sonríe complaciente. Así la veo cuando vuelvo a abrir los ojos. A su sonrisa, y al crucifijo entre sus pechos dorados por el sol. El hechizo funcionó una vez más.
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