CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: Ya sé. No me retes. Está bien, ya lo sé. Todos corriendo a la misma hora impulsados por la misma desesperación prosaica que luce de importancia en semejante cosa. Pero vos te tenías que acordar, vos te habías comprometido a llamar, si dijiste que tenías el número en el imán de la heladera, moderno templo de adoración al delivery, dios, padre y espíritu santo de la comida enviada a domicilio, menos mal que se inventó el teléfono, el horno micro ondas y las motitos sin casco de los pibes explotados a dos mangos con cincuenta. Yo me acuerdo perfecto, empieza la discusión, mientras manejás a doscientos por hora, ponete el cinturón de seguridad que encima nos van a hacer una multa, más te vale a vos no tomar ni una gota, yo doscientos cincuenta mangos no pago. Pará, no corras. Pegá la vuelta por acá que hay un bolichito en donde, capaz, qué se yo, capaz que encontramos una mesita, total somos nueve, no es tanto. No corras, te lo estoy pidiendo por favor, mirá, allá están los chicos, qué cara de tujes, al final tienen razón porque vos te habías comprometido a reservar, yo me acuerdo.
Todo tiene un límite. Seguro que lo dijo Pascal, Newton o algún otro. Te das tiempo pensando en cuál fue el de la bañera, todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado. No fue Pascal sino Arquímedes. ¿O ése fue el de la palanca? Dame un punto de apoyo y moveré el mundo. Me acuerdo de vos, me río, todo en la fracción de tiempo que va desde doblar la esquina y ver las mesas del bolichito de morondanga: vos decís dame un punto de apoyo y pediré otro whisky. En cualquier caso no lo entiendo, nunca entendí nada de eso, y te lo digo pensando en cada vez que me meto en un baño de inmersión, ahora que pienso, bastante poco, no sé por qué, con lo que extrañé la bañera cuando vivía en el monoambiente del centro, uno deja pasar las cosas y después no las recupera. Pero ése es otro tema. No me jodas, todo tiene un límite.
Laburo todo el día, hace siglos que sabés que después de los cuarenti las cosas se te olvidan con la misma gratuidad con que suceden, y ¿vos suponés que yo puedo acordarme de lo que dijimos hace diez días, a las cinco de la mañana, en un casamiento, cuando el mozo se mandó con los sandwiches y la cerveza después de todo lo que la alegría hasta que Dios los separe supo conseguir? ¿Vamos a festejar el día del amigo?, debe de haber dicho alguno, medio borracho, medio nostálgico, lo que en su caso es lo mismo, extrañando los tiempos de amistad juvenil, tiempos en los que pensar el futuro era pensarlo codo a codo, casi de la mano, con indestructible convicción. Vamos, capaz que dijiste vos mismo, pero conviene reservar, seguro que fuiste vos, seguro, siempre fuiste de precauciones y seguridades rutinarias. La obra social, el seguro de viajero si se sale al exterior, el carnet de conducir internacional, por las dudas. Entonces, haz lo que yo digo, porque yo no tengo tiempo, hay posibilidades de que hayas sugerido ese restaurante que tanto nos gusta, no es que se coma bien pero el lugar vale la pena, amplio, con manteles blancos, sin demasiado detalle, sin gritos porque las mesas están separadas, mira al río y se ve que esa maravilla impone un volumen de charla acorde a la naturaleza. Y dale, seguro dijo otro, vos reservá que seguro sabés el número, el imancito está pegado en la heladera, vos llamá que vamos a ser nueve, la gorda sigue sola después del divorcio. Seguro, seguro, seguro, todo el tiempo escribiendo seguro, no por pobreza de idioma sino porque todo suena seguro.
¿Y? Que no reservé porque no me acordé. No me acordé porque ni siquiera estoy seguro de haberme comprometido. No me comprometí porque jamás lo hago voluntariamente y nadie de todos ustedes, ya les gritás a todos, puede asegurar que me dio la orden. Todo tiene un límite. Y yo no me pienso hacer cargo de este delirio que es la ciudad corriendo como espantada para festejar el día del amigo, convención comercial por el día del astronauta de la luna. Todos sabemos que eso fue mentira y que el gran pequeño paso lo hizo Armstong en Hollywood y nos engatusó como a chicos del jardín. Sentate, me dijiste. Los del bolichito nos armaron una mesa para los nueve. Sentate y pedí tinto para todos. Está bien. Feliz día del amigo.
Dos: A veces se me hace que la amistad es el amor que más me gusta. Será que no se mezcla con el sexo, ese inimitable premio a esta existencia tan corta. Premio que mueve, premio que oscurece. Premio del deseo. Motor del mundo, el deseo del deseo. Bueno, casi siempre es sin sexo, me decís. Siempre, te digo. Amistad, la de veras, es incluso resignar la atracción física para conservar el deseo de saberte esperado. Amistad es amor cuerpo a cuerpo sin otra vuelta rara.
La amistad me sabe a esperanza. Prístina. Imposible de mezclar con lo que no gusta. Esperanza prístina. De saber que el amigo está para garantizarte el futuro mejor incluso ante la evidencia de un imposible. Te abraza el día que muere tu viejo y te dice que es mejor, que ya no sufre, que estaba orgulloso de vos y lo va a seguir estando. Y vos le creés. Y vos sentís que todo tiene sentido. La esperanza prístina que, al menos por un rato, conjura lo inevitable de lo único cierto: la muerte. Su esperanza la conjura. Por ese día. Por esa noche. O cuando el amor te deja, el amigo asegura, con mano segura en el vaso de ginebra que duele, que el verdadero está por venir. No me jodas, le gritás al amigo, insultándolo con lo peor de tu entraña, si vos no creés en el amor, si siempre decís que no tiene sentido ese egoísta consuelo de aferrarte a algo que necesariamente se escapa. Y él te miente, sin mentira, él te ayuda y siembra en vos la semilla de la esperanza de ese otro gran amor que está por venir.
Ahora lo entiendo. Cuando leía que la buena amistad nace cuando se estima mucho al otro y ciertamente más que a uno mismo, cuando asimismo se le ama pero no tanto como a sí y cuando finalmente, para facilitar el trato, se sabe agregar el delicado toque y aura de la intimidad, pero al mismo tiempo se guarda uno prudentemente de la intimidad real y propiamente dicha, y de la confusión entre el yo y el tú. Ahora, escribiéndote, lo entiendo a Nietszche.
Amo el amor a mis amigos. Amo saber que cuento con la esperanza de la risa y el compromiso de Rubén. El que se banca que no nos veamos, con dolor resignado, porque juega a que nos queda mucho tiempo. Amo el saber que ahí está Sonia, hecha de otra materia, generosa, inteligente, sabia y vulnerable, que te escucha respirar más fuerte y te sabe tan débil. Amo la sincera furia y la furiosa sinceridad del negro Carlos. Acá estoy, puta madre, dice, amando la noche y vos jodiendo con madrugar a esas horas. Amo la delicada magnanimidad de gesto pequeño de Araceli. Aprendo de ella, juega a que me deja ayudarla. Amo a mis amigos de las mesas que siempre extraño. La del más sabio que conozco, Néstor, la de la esencia de la verdadera buena gente de Marcelito, la del honor de amigo desde antes de Monchi, la de la entereza y razón de ser de Ale. Jurame que no darías un par de años de tu vida si te aseguro que una vez al mes, sin tiempo de fin, sin preocupación cotidiana, te aseguro un asado con ellos. Te lo juro que sí. Te lo juro. Amo escribir de ellos. Así y todo, me avergüenzo de hacerlo.
Porque el amor de amigos, esa esperanza prístina, suele guardarse en el sobrentendido silencioso, discreto. Me importa un bledo todo y por eso, mis amigos, se los escribo. Porque lo necesito. Porque no sé cómo agradecer que no me importe que la vida sea tan poco. Y es por ellos. Porque no creo, no rezo, no espero el milagro. Porque me alcanza con ellos, una verdadera esperanza prístina que no puedo, ni quiero, ¡ni quiero!, desafiar. Porque me hacen bien.
A pesar del día obligado, de las reservas olvidadas, del odio comercial, feliz existencia, mis amigos.
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