CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
"Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del texto".
Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.
Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.
Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura insuperable..."
Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.
También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis abuelas compartían.
Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain: en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño. Un amor perdido de alguien tal vez? La que fue abandonada? La que se fue con su amor? Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura" de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me traería la poesía.
Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus desaguisados y sus guerras.
También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna timidez.
Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron duramente sucesivos.
Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.
Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno preparado.
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