Mié 20.08.2014
rosario

CONTRATAPA

La sombra

› Por Eduardo Daniel Cappellacci

El cabello amarillo brillante caía casi deslizándose -﷓liviano y sutil﷓- sobre sus hombros, ondulando en unos bucles imperfectos. La mirada azul﷓celeste, limpia y diáfana, la boca pequeña y la nariz apenas respingada armonizaban con su cabello. La piel adolescente mostraba los efectos del sol y el aire del mar sin dejar de denunciar su blancura.

Cuando Irina sonreía, un par de pocitos se formaban en sus mejillas, justo a ambos lados de su boca apenas debajo de la comisura y --como por arte de magia-- desaparecían sus pecas. Cuando no sonreía, algunas manchitas de suave ocre resaltaban sobre sus pómulos apenas rosados.

Como todos los miembros de su familia --como todos los habitantes de Woldnik-- Irina trabajaba. Y, como todos ellos, trabajaba desde muy temprano (aún en un invierno tan duro como éste) y terminaba pasado el mediodía. Los mayores seguían hasta la media tarde, pero los adolescentes, volvían antes al hogar y ayudaban a los más viejos en las tareas domésticas y en el cuidado de los niños. Así eran las cosas en Woldnik (el abuelo Misha decía simplemente: "Así son las cosas", universalizando "las cosas" y no dejando lugar a las preguntas o los cuestionamientos).

Irina no aprenderá a leer, ni a bailar. Nunca sabrá por qué los inviernos son tan largos y los veranos --con los paseos por la playa y los juegos en la plaza-- tan cortos. Tendrá hijos y un esposo al que ayudará a acostarse cuando regrese borracho cada noche. Preparará sopa de coles caliente, cordero o pavo relleno; podrá descoser un viejo vestido y reconstruirlo para vestirse ella o sus hijos. Cada vez que venga un sacerdote a Woldnik participará de ritos y celebraciones que no entenderá. Conocerá los pájaros, los vientos -﷓los malos y los buenos vientos-- y conocerá a la muerte, siempre diligente entre los pobres. Irina nunca lo sabrá, pero en su vida habrá poco espacio para desear y gozar, para esperanzas e ilusiones.

El sol, a la hora en que terminaba su trabajo, se esforzaba un poco: derretía algo de la nieve de los caminos y aplacaba el rigor del frío. Irina regresaba a la vieja casona de piedra --arruinada reliquia de viejas (y ajenas) glorias zaristas-- sin haber podido quitar el frío de su cuerpo. Por eso agradecía tenerlo a sus espaldas: sentía el gratificante calorcito y podía ver los charcos y las huellas de los carros en el camino sin encandilarse con su reflejo en la nieve.

Una sombra, su sombra, proyectada en el barroso camino le precedía. Una grotesca figura humana se contorneaba, oscilaba, se hundía o intentaba una imposible ascensión reptando pegajosa en los accidentes del camino rural. Irina la miraba fascinada. La sombra continuaba su andar atormentado precediendo sus pasos, pegada a sus pies; libre. Se estiraba un poco, se acortaba; sus lados eran simétricos y, al momento, se desfiguraba agitándose sobre algunas matas muertas de frío. Caminó más despacio.

La sombra se movía ahora con cierta voluptuosidad. No podía despegarse del suelo atormentado por las lluvias, la nieve, los carros y los caballos. Pero ya no se arrastraba pegada al suelo, sino que flotaba acariciándolo. Primero sintió una fuerza en los pies, una cierta presión que la sombra ejercía sobre sus dedos helados, sobre su empeine apretado por las botas. Las botas respondían acariciando los pequeños tobillos. La mirada fija en la sombra y sus piernas atribuladas por una rara comezón.

Minimizó sus pasos. La sombra se escurría debajo de su falda, frotando sus piernas turgentes. Los ojos se cerraron: ya no importaban los charcos ni el barro ni el frío. Ya no importaban ni el presente ni el ignorado futuro. Como si hubiese abandonado el tiempo. La blusa se agitó debajo del grueso gabán y sintió en la piel de su vientre el suave halago. El calor que acariciaba la espalda se deslizó --solapado, excitado, febril-- y rodeó su pecho. Sin abrir los ojos, maquinalmente, metió la mano debajo de la blusa y soltó el improvisado corpiño. Sus pequeños pezones se agitaron levemente...

Trastabilló al llegar a un cruce de caminos. La casona se divisaba muy cerca. Apuró sus pasos, siempre precedida por la sombra.

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