CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Hace diecisiete días que me aislaron en este lugar.
Calculo que han transcurrido diecisiete días por el número de veces que evacué mis intestinos. No descarto una tajante equivocación en el cálculo. Rasco la mugre de la cuchara con la uña. Mis uñas han crecido unos milímetros.
Medir el tiempo responde aquí a otras urgencias. Ya no compartimenta recuerdos. No se generan marcas en esta celda. Incomunicada. Todo se fosiliza, atrás, en la mole dura e irreversible de lo ido.
Cargada contra la puerta, trato de captar una pisada, el rayar del barrido, la fortuna de una voz. Pero no.
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A horas fijas se me presentan raciones que bajan por un reducido montacargas semejante al que utilizan en la biblioteca Argentina.
Eso significa que una mano, viva y distante, manipula la roldana.
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Durante los corrientes días -por llamarlos del modo habitual, ya que el ciclo de luz y subsiguiente oscuridad desaparece bajo una iluminación eléctrica lineal, sin distribución-, durante estos días, digo, me ocurre olvidar quién soy, que soy o he solido ser Josefina Marozzi.
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Trago tres cucharadas del guiso de lentejas, me deshago del resto; el agua del inodoro arrastra aureolas de grasa. Colecciono una lenteja por cada plato recibido. Se amohosan. No las cuento.
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Se abalanzaron sobre mí a la salida de la editorial. Amagué una corrida, pero me alcanzaron. De inmediato, mordaza y ataduras. Durante el traslado percibí bocinazos, un silbido, ladridos, jadeos.
Los tripulantes del auto sintonizaron "Las cuatro estaciones" de Vivaldi.
No hubo palabras.
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La mayor velocidad que alcanza un animal terrestre en carrera -al que no persigue un automóvil de ventanillas punteadas por ametralladoras- es de noventa y cinco kilómetros por hora. Un ser humano, en condiciones atléticas óptimas, cubre cien metros en menos de diez segundos. Lo consigna un libro que recoge récords.
Ignoro qué marca de cronómetro logró mi estampida.
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Las paredes son grises. La cavadura continua, que sustituye las ventanas, lleva un mirador esmerilado de una palma de alto. No se advierten cámaras de video que registren el reducto, ni circulan empleados o guardianes. Nada se mueve. El lavabo, el sanitario, el camastro agotan el mundo por el que vagar.
Viajo por ese mundo que me es dado.
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Examino sus continentes, sus relieves, sus elementos, el rumor del flujo del agua, el chirrido de la roldana, la estructura imaginaria.
Esto me es dado.
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¿Cuáles fueron mis últimas palabras?
"No te olvides los carbónicos, Roberto; vas a venir a una hora en que la librería todavía no abre. Chau, hasta mañana".
Roberto zarandeará la borra del té hasta que las hebras le nieguen que ésa haya de ser mi frase póstuma.
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Mis captores cuidaron sus caras, las sustrajeron como si estuvieran frente a un ladrón; no permitieron que viera sus facciones. Sus facciones me dirían cuán diferentes o cuán semejantes son a mí.
¿Por qué pienso que eran hombres? Descarto de antemano a una mujer en ese grupo de arrebatamiento. ¿A qué se debe que rechace esa posibilidad?
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¿Me toman por una maleante? Ni siquiera vi un arma en toda mi vida.
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Tendida en el piso de ladrillos bastos, palpo rugosidades. Mudas.
Hasta que, en una de las junturas, se incrusta un fósforo usado.
Me dice que antes, alguien, aquí.
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Un fósforo quebrado, pisado. No de madera, de cartón encerado; con restos rosáceos en su punta.
Escribe el relato de un fumador.
La primera visita que recibo.
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Creo que hace diecisiete días que me incomunicaron aquí. ¿Dije diecisiete? Tengo que anotarlo. ¿Con qué?
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Durante estos días de iluminación eléctrica, lineal, me ocurre olvidar quién soy, que soy o he solido ser Josefina Marozzi.
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La ropa me chorrea, empapándose a medida que el tiempo gotea sobre mi cuerpo.
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Por el montacargas arriba un fragmento de cadáver, un codo humano, la descomposición lívida de un brazo. Lo he soñado. Que desenvolvía un paquete y hallaba esa pieza de convicción. Que la devolví. Que ésta no volvió a regresar por el conducto. Me convenzo de que lo he soñado. Mientras me convenzo, arrugo el plástico opaco en el que llegó envuelto tal mensaje y que omití retornar. Arrojo al tacho de residuos el plástico reducido a recuerdo, recuerdo que he soñado la recepción de un error de la roldana. Esa remesa no me hubiera correspondido. Digo que sueño.
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Me cruzo de piernas en el suelo a decidir qué hago.
Las uñas de los pies también crecen.
Carezco de espejo, de alicates con que aliviar mi cuerpo mediante limpieza y ocupaciones.
No hay tipo alguno de auxiliares -relojes, periódicos- para ponerme un ritmo.
Me desbarranco en una luz sin piso. El tiempo no tiene paredes, ni suelo.
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Nunca fui buena para esto. Ejercicios físicos, arriba abajo firmes ya.
Debido a esa inexperiencia infiero que las flexiones con que me agacho y levanto no ejercitarán mis abdominales ni mejorarán mi postura.
Muevo mi cuerpo, me canto marchas. Entono "Aurora" fragmentariamente; relleno las estrofas cuya letra no sé.
Con la gimnasia recupero una actividad que desprecio.
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¿Por qué gimnasia y no danza? Gimnasia: no requiere alegría.
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Reviso el suelo cubierto por ladrillos ásperos.
Cerca de la pared, debajo del camastro, tres cáscaras de girasol. Vacías.
Un diente las mastica. Un colmillo.
Luego, la saliva, los labios que ventean películas. Soplan. Así.
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En el hueco del montacargas cabe una vianda. Treinta centímetros de diámetro. Mi mano explora su horizontalidad.
Hay cuestiones que no me formulo sobre qué es este aquí.
Acerca de por qué se me mantiene viva, y para qué, tampoco me pregunto.
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¿Qué esconden estos ladrillos del piso? Con la lata corroída por el óxido aflojo uno, hago palanca, forcejeo, lo levanto. Toco: tierra, húmeda, con olor a moho. Cavo un poco. Desgrano lascas de caracoles. Alzo una piedrita con añeja pintura blanca. ¿Qué cubren los adobes del piso? ¿un patio anterior...? ¿un baldío? ¿Qué es este edificio desierto?
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El Buen Pastor. Un alejado lazareto para tuberculosos. El psiquiátrico.
"Vas a terminar internada", me escupía en casa mamá.
Terminé internada.
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En una cárcel clandestina se purga la disidencia.
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Vuelve el montacargas con su plato de guiso. Una mano manipula la roldana.
El escalón más bajo de la pirámide jerárquica, un peón triste, aquel marido ultra desdichado, esa mujer golpeada, pueden ser la palanca con la que el poder me arranca del tiempo y me conserva en la celda. La que con maternal celo me mantiene viva.
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He solido ser Josefina Marozzi, de profesión traductora de libros inconvenientes, soltera, 35 años.
Lo sigo siendo.
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*Fragmentos de la novela inédita "La traducción"
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