CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
No hay demasiadas posibilidades de que dos artistas separados por un océano de agua y de tiempo -aunque breve-, puedan compartir rasgos y colores, temas y una mirada sobre el objeto que intentan representar. Y a la vez puedan trascender a tradiciones de las formas del arte contemporáneo, ubicándose quizá, no sólo en la vanguardia (por qué necesitamos siempre recurrir a las categorías críticas, a esa necesidad de clasificarlo todo?), sino en una dimensión en donde artista y espacio conversan sobre la historia de uno en el otro, y viceversa.
Como sucedió con Monet, estuve frente a los trabajos de Ralph Fasanella cuando la pasión por el arte estaba todavía adormecida, y debo reconocer que acaso despertó tardíamente, cuando ya había pasado los treinta años. Terminé el recorrido del Museum of Modern Arte de Nueva York con la urgencia de llegar a tiempo para visitar Brooklyn con la luz del día, y ver desde sus puentes cómo la nieve se deshacía en el East River. El redescubrimiento de Fasanella fue con Mirar de John Berger; no hace falta describir la bronca por haber tenido esas pinturas frente a mí, sin haberlas contemplado lo suficiente. Ese redescubrir fue un recordis de tres dimensiones condensadas en la lectura: la mirada en la pantalla de la computadora que había buscado las pinturas de Fasanella, con la magia del color que no podía ofrecer la edición perezosa del libro, el recuerdo de aquél invierno, de la visita fugaz y ahora abominable, y la tersa mirada de Berger. Ese torbellino, más allá del placer y el deseo de retroceder el tiempo (qué experiencia humana no termina con ese deseo?), terminó vislumbrando un sentido distinto, otorgándome la felicidad y el estímulo que nacen del descubrimiento, de la luz sobre cualquier tiniebla, acaso la emoción primaria de la recepción de cualquier conocimiento, una de las experiencias humanas más maravillosas y sin embargo tan poco fecundada. Y ese círculo se cerró en Viena, trece años después, frente a la obra de otro pintor urbano, Friedensreich Hundertwasser.
Ambos pintaban ciudades. En el caso de Fasanella, hijo de inmigrantes, lo que puede verse en sus cuadros es su mirada sobre Nueva York. Y esa mirada está ubicada en las calles, es decir, los edificios con ventanas abiertas, mostrando lo que las personas hacen y viven en ellos, son mirados por el autor -y el espectador de la pintura- desde la calle, como si estuviéramos parados observando a nuestro alrededor, con la cabeza en alto. Bien en alto, porque lo que insinúan sus pinturas, esa apilada de edificios con pocos espacios abiertos, es el hacinamiento que sufrían los inmigrantes al llegar al nuevo mundo, grandes gallineros en donde se acumulaba la clase trabajadora, que transmiten, aún con esos colores vivos y brillantes, una vida miserable, de privaciones y en cierta forma, de violencia. Las ciudades son el espacio humano por excelencia, es el punto en donde hacer foco cuando intentamos deconstruir lo hecho y lo no hecho. En este caso, en estos tiempos, el reflejo de sociedades tremendamente injustas y desiguales. Berger, en su libro, compara las pinturas de Fasanella con un barco, el barco en el cual llegaron sus padres, a principios del siglo XX. Si ese barco fuera Manhattan, estaría abarrotado de inmigrantes. Un barco que nunca ha zarpado, en donde esas habitaciones de ventanas indiscretas son los camarotes, y la bodega los barrios postergados, como Harlem, y Bronx. Ralph Fasanella retrató la ciudad que fascinó a sus padres y a él, pero a la vez la ciudad que sufrieron.
Hundertwasser nació 14 años después, al otro lado del Atlántico. Y creció en una ciudad muy distinta. De todas las ciudades europeas que, en determinado momento, comienzan a parecerse, la capital austríaca es la más esplendorosa, la más imperial. En sus calles se respira el orgullo del imperio, aún en este siglo. Y es un orgullo que nace de cierta arrogancia, de esa voluntad de hegemonía, no sólo política y geográfica, sino también cultural. No es casual que haya estado involucrada en las dos grandes guerras del siglo pasado, protagonista excluyente de la primera. Pero si todo eso es opinable, el ejercicio interesante aquí es vestir la piel de Friedensreich, ocupar por un momento el espacio de su mirada. Si juntamos uno de sus trabajos y otro de Fasanella, pareciera que han pintado la misma ciudad, que han sentido lo mismo. Puede verse en los colores, en la disposición de los edificios. Pero las diferencias han sido establecidas por el contexto. La historia las ha fijado. Las ventanas del austríaco están cerradas. Hay cierto pudor ante la mirada del resto de la Viena imperial. Nada que mostrar, salvo el deseo de que exista otra ciudad sobre esa masa gris imponente. Las miradas son aéreas, porque el artista vuela a un lugar deseado, que sólo existe en su ensoñación. Hay espacios abiertos, plazas, calles anchas y arboladas. El no ha sufrido el hacinamiento. Podríamos decir que, si para Fasanella sus trabajos eran denuncias, expresiones del sufrimiento, los de Hundertwasser expresan un deseo, el ansia de liberar a Viena de ese peso solemne, de que se filtre una ciudad subterránea -que de hecho también existe- en donde habitan seres sensibles, conectados con otra belleza más humana que la que dicta la historia.
No he logrado corroborar si se conocieron, o si alguno llegó a ver el trabajo del otro. Pero supongo que esas cosas suceden en otro plano, y se constituyen en terrenales ante nuestros ojos. Ese es otro legado de los artistas.
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