CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Siempre me fascinaron las bibliotecas particulares. Sobre todo aquellas en las que podía perder el tiempo y husmear sin tapujos. En esos estantes a veces caóticos y a veces de riguroso ordenamiento, tiendo a pensar, se cifran las claves para interpretar a sus dueños. Toda biblioteca es, de algún modo, una suerte de espejo que refleja algunas señas de quien la fue conformando. O del que fue y el que quiso ser.
La de la casa de mis abuelos era una de esas. Cada vez que viajaba me pasaba un rato largo explorándola, reconociendo los libros a los que ya le había puesto el ojo, adivinando los títulos que se habían incorporado desde mi última visita, tratando de elegir uno para llevarme a la cama o al sillón. Algunos eran de mis tíos, que los habían ido dejando atrás al momento de abandonar la casa para casarse o ir a la Universidad, pero la mayoría eran de mi abuelo. Le gustaban, sobre todo, las historias bélicas, los libros de aventuras y las novelas de intriga. Leía con voracidad y en todas partes: no era extraño pasar por el living y encontrarlo dormido en el sillón, con un libro abierto en el regazo, y un rato más tarde encontrarlo leyendo otra vez como si esa cabezada le hubiera alcanzado para renovar las energías que lo empujaran algunas páginas más. O bien encontrarle algún libro escondido en el interior del Peugeot 504: una vez metí la mano en una especie de bolsillo que había en la parte trasera del asiento del conductor y saqué un librito rojizo, de tapas duras y papel biblia, con cuentos de Sherlock Holmes. Traté de leer el primero -"Escándalo en Bohemia"-, pero el viaje no duró lo suficiente y tuve que dejar el libro en el mismo lugar donde lo había hallado sin saber cómo terminaba el cuento. Al bajar le pregunté con ingenuidad a mi abuelo para qué tenía un libro siempre en el auto si no podía leer mientras manejaba: me miró como si fuera la pregunta más absurda del mundo. "Lo tengo por si me olvido los libros cuando viajo. O para cuando voy a pescar. O por si se me pinchan dos gomas y tengo que esperar al auxilio mecánico", respondió. No creo que nunca le haya pasado, pero muchas veces me viene esa imagen absurda: el auto varado a un costado de una ruta desolada, y mi abuelo a la sombra de un árbol, sin dejar de leer.
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Ahora que no están ni mi abuela ni él, y hubo que vaciar la casa donde vivieron, y repartir muebles y fotos y adornos y desmembrar la biblioteca y el pasado, acabo de recibir varios de aquellos libros. Entre otros, una considerable cantidad de ejemplares de la preciosa Biblioteca de Ciencia Ficción serie azul de Hyspamérica -que allá por los ochenta editó un listado de cien títulos que agrupaba lo mejor de la ciencia ficción, con autores como Asimov, Bradbury, Clark, Phillip K. Dick y muchos más- y unos cuantos títulos de la Serie Negra de Planeta que siempre me atrajeron. Reconocerlos es, de algún modo, volver a ese momento de duda en que mis dedos recorrían los lomos de los libros tratando de acertar en la elección. Mientas los desembalo abro uno al azar: tiene el apellido de mi abuelo -mi apellido materno- escrito a mano en la primera página, como una marca de propiedad. Le añado la mía, un sello exlibris que me regalaron para el día del escritor. Y ese gesto mínimo, de algún modo, nos encuentra una vez más.
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Me llega por Facebook, en medio de la tarea, un mensaje de uno de mis primos. "De la colección de ciencia ficción", me advierte, "hay tres que los tengo yo: El fin de la eternidad, de Asimov; 2001: Odisea del espacio, de Clarke; y Farenheit 451 de Bradbury. Te pido la tenencia, son libros que me marcaron". Yo le contesto, escueto, que ya tendrá noticias de mis abogados. Después me ablando y le digo que no importa, que se los puede quedar. El siente una especie de culpa, porque me mutila la colección. "Es como si vos te quisieras quedar con una pata del mueble que yo me traje, porque una vez te golpeaste o algo así", dice. Para que se quede tranquilo le pido que me mande la pata de la mesa por encomienda y que la equilibre con los libros de la colección de ciencia ficción, así quedamos a mano.
El se ríe.
Yo se lo decía en serio.
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Abrir la tapa de cada libro es, también, encontrarme con la ausencia de firma en los libros más nuevos. Me pregunto si dejó de trazarla cuando ya no podía controlar los temblores o si se resignó, sabiendo que algún día acaso no reconociera su propia letra. Después vuelve, imprevisto, el recuerdo absurdo de la bicicleta y el documento. Llevaba más de diez años con párkinson, y a los temblores cada vez más pronunciados y el deterioro físico inevitable se le sumó un proceso paulatino de pérdida de memoria, una especie de Alzheimer o demencia senil que lo iba alejando de todos los demás como si una bruma insalvable lo envolviera de a ratos. Acaso por la distancia, porque me tocó asistir por interposición familiar -conocer cada tanto y por teléfono, o en algún viaje siempre breve, detalles aislados del deterioro, o asistir al relato de episodios de olvido y confusión siempre a través de otros- no tengo conciencia clara de los peores momentos, y me aferro en cambio a ese momento tristemente hilarante, cuando se había puesto una camisa limpia y una corbata y buscaba la bicicleta para irse al banco a trabajar. Mi abuela tuvo que convencerlo, explicarle que ya se había jubilado, que no tenía que ir a ningún lado porque hacía años que no trabajaba más. Con una furia que acaso escondiera el miedo o el desconcierto, mi abuelo le preguntó y usted quién es. Así decía mi abuela que le había dicho: usted quién es. "Yo soy tu esposa, boludo", le contestó, "la mujer con la que te casaste hace cuarenta años".
Entonces mi abuelo, como un oficial de policía o funcionario público, le pidió los documentos. Recién cuando leyó los papeles que confirmaban esa afirmación, se sacó la corbata y se calmó. En la anécdota, claro, se esconde una tragedia aún peor que la enfermedad y el olvido. La verdadera tragedia, tiendo a pensar, está en ese instante de lucidez que todavía conservaba para entender y aceptar lo que decían los papeles a pesar de todo. En la angustia de ese instante en que, de algún modo, tenía que aceptar el relato del mundo que le contaban aunque por momentos no fuera capaz de asimilarlo.
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¿Habrá identificado, al final, su propia letra, sus señas entre los libros? ¿Se habrá reconocido en ese espejo?
Voy acomodando los libros en mi biblioteca sin dejar de pensar en eso. En todo eso. En el desconcierto de un mundo que se vuelve incomprensible, en los signos que nos configuran repentinamente desbaratados, en las pocas certezas que se desmoronan. Trato de mantenerlos juntos, aunque desarticulen el orden impreciso que supe darle a los míos. De este modo, supongo, se preservan ciertas señas.
Ya sabré yo reconocerlas, dispersas en estos títulos, asomando entre las que hablan también de mí, o del que fui, o el que seré.
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