Vie 29.08.2014
rosario

CONTRATAPA

El silencio de mi madre

› Por Jorge Isaías

a mi hermano

Mi madre era, de natural, callada. "Propensa al llanto y muy hermosa", como escribió José Pedroni. También era muy silenciosa, vigilante de los suyos y muy trabajadora.

Por lo tanto, para mí era un enigma el por qué de las ironías de mi padre sobre su condición que portaba el ser justamente lo contrario.

Y las dos cosas eran verdad, o podían ser al menos consideradas. Porque ella al reunirse con sus amigas, o mis tías, o mis propias abuelas, se transformaba. Era realmente otra mujer.

Como por arte de magia convertía esa pequeña salita de estar en una cómoda estancia donde circulaban los cruces, los susurros y las exclamaciones de toda una información privativa de mujeres. Quiero suponer que en ese mundo íntimo y casi secreto se canjeaban todo tipo de discurso, lo que obviamente se les escapaba a los varones. Bordados, costuras, recetas de cocina, casamientos, noviazgos, celebraciones y en ese run﷓run del chisme que debe ser secreto. Tampoco faltaban los obituarios, o las recomendaciones sobre jardinería, la quinta y la eficacia de las gallinas ponedoras.

En algún momento del año, probablemente para el invierno, cuando algunas gallinas jóvenes comenzaban con una fiebre a quedarse en unas casitas de ladrillos que mi padre había construido para las ponedoras, y luego de todo un día donde no bajaban ni a comer, venía con la noticia:

-﷓La bataraza está clueca.

Y no era raro que la siguieran otras.

Entonces mi madre les colocaba debajo un poco más de una docena de huevos, en lo posible esos inmensos huevos de gallina de campo que le traían. No sin antes marcar con un lápiz rojo o azul, de trozo muy grueso y que ella usaba para marcar el corte de género para sus costuras. Era una precaución porque cuando la clueca bajaba a comer, no era raro que alguna subiera a su nido y pusiera un huevo, Era una manera de poder distinguirlo. Con el mismo lápiz marcaba en el almanaque: 21 días.

Cuando se acercaba la fecha, se ponía más atenta con sus cluecas que bajaban una sola vez al día, para comer y volvía a empollar sus huevos.

Y un día venía con la noticia: Ya están "picando" nos decía. Quería decir que el pollito con su piquito comenzaba a romper al huevo desde adentro. Salvo que hubiera alguno prematuro, en tres días nacían. Ella los ayudaba a romper el cascarón. Los dos o tres primeros eran envueltos en una media vieja, de lana y puestos en una canastita al lado de la cocina económica donde debían recuperarse, porque dejados con la madre constituía un peligro, ya que podía pisar y matarlos mientras cuidaba su nidada.

Al irme a la cama no era raro que oyera ese piar entre azorado y gozoso de esos pequeños pichones que se daban calor entre sí, ayudados por la lana en la que estaban envueltos. La cocina de hierro aún mantendría por un rato largo ese calor que paulatinamente se iría adelgazando con ese sueño feliz que me arroparía más allá de las frazadas con que mi madre me había tapado con naturalidad y cariño.

No era improbable que en el cuidado de todos los animalitos domésticos yo le ayudara, ya que estos, eran por su realidad comestible, parte importante de la pequeña economía familiar.

También recuerdo de ese tiempo su aplicación por la limpieza y en especial el lavado de la ropa. Ella insistía que el agua salada de la bomba le "cortaba el jabón", sin entender yo para nada que significaba esa expresión. Por ello, para la ropa blanca juntaba agua de lluvia, que desaguaba desde los techos de chapas hasta un tanque de 500 litros y que ella sabiamente administraba, sobre todo para las sábanas. Y me parece estar viendo cuando ella las tendía sobre la verde gramilla que dejaba crecer para este fin en un costado de la quinta que siempre olía a pimientos. Y era un bello espectáculo como si varias cigüeñas inmensas estuvieran aposentadas bajo ese sol brillante, como dormidas bajo un sueño de fuego. Si hasta a mí me asombraba verlas tan quietas como esperando que en cualquier momento levantaran vuelo y se perfilaran cruzando el cielo de un raro celeste como tal vez deberían tener todos los sueños.

Muchas veces he pensado qué distintos hubiera sido su vida si en lugar de soportar el sometimiento al marido, muy común en ese tiempo, ella hubiera podido expresarse con toda libertar y no vivir con ese estigma de mujer.

Seguramente hubiera sido muy frecuente su sonrisa de harina como cuando se reunía con otras mujeres, libre, lejos de la presión y el prejuicio.

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