CONTRATAPA
› Por Javier Chiabrando
De tanto repetirnos en las disputas, discursos, crisis y actores de la realidad, a veces creo que habitamos El día de la marmota (Groundhog day también conocida como Hechizo del tiempo, dirigida por Harold Ramis, con Bill Murray y Andie MacDowell), la película donde Bill Murray debe vivir una y otra vez el mismo día porque una especie de maldición le ha caído encima, maldición que se rompe cuando él logra ser mejor y conquistar a la muchacha. Imaginemos entonces que es así, que estamos obligados a vivir cada día igual al anterior y al anterior.
En la película, la mujer que el pobre de Bill tiene que conquistar para romper el hechizo es Andie McDowell. Entonces sigamos imaginando que nosotros somos Bill y Andie es la Argentina misma. Se parecen. Andie es linda, esquiva, un poco caprichosa, no siempre fácil de comprender, sujeta a pasiones elementales y sencillas de satisfacer, como que el hombre que la conquiste debe amar a su madre, y a otras pasiones esquivas, casi ridículas, como que todo hombre que se precie debe saber recitar a Rimbaud en francés.
El bueno de Bill, que es un forro rematado pero que entiende la diferencia entre el bien y el mal, o entre lo bueno y lo malo, se esfuerza cada día para conquistarla. Si fuma, deja de fumar, si es sordo, aprender a tocar el piano, si no sabe francés, aprende a recitar a Rimbaud como cualquier hijo de vecino. Ella, Andie-Argentina, se hace la dura, pero cada vez menos porque ese hombre que quiere conquistarla hace lo que sea y un poco más también para estar a la altura de lo que ella desea.
Pensemos en otra posibilidad. Pasan los días y Bill no hace ningún esfuerzo por ser mejor. Sigue siendo el forro de siempre y espera que ella se rinda a sus escasos encantos porque en ese pueblo piojoso donde están atrapados (por el tiempo y por una tormenta de nieve) no hay nada mejor que hacer que enamorarse de él. Siguiendo con la analogía Andie-Argentina, nosotros, los Bill que la merodeamos, podríamos hacer mucho para complacerla o podríamos elegir no hacer nada para estar a la altura de sus deseos, necesidad, pasiones y/o caprichos; sólo esperar que Argentina se acomode a nuestras pretensiones de confort, lluvia de dólares, viajes, auto nuevo.
En esta simple dialéctica (atájese, que hoy me levanté intelectualoide) se puede pensar el país mismo, sus habitantes y sus dirigentes, tanto los que lo están gobernando como los que los quieren gobernar. Incluso se puede entender la batalla con los carroñeros, la aparición de los nietos secuestrados y hasta el camino de la selección en el mundial de fútbol. En el fondo se trata de hacer o esperar.
Veamos: al gobierno se le puede reclamar muchas cosas, algunas con razón, otras inventadas en las agitadas aguas del "miente que algo queda", pero no se le puede reclamar que no haga esfuerzos, plantee opciones, trabaje como perro para estar a la altura de lo que cree que Argentina merece y debe ser. Lo que busca es lo mismo que buscaba el pobre Bill: ser correspondido. Para eso aprende a hablar en francés y a tocar el piano, a enfrentar a lo peor del capitalismo (buitres) y a enfrentar el olvido (nietos).
No es una tarea sencilla, porque la Andie-Argentina es muñeca brava, pedigüeña, ciclotímica, que quiere todo del pobre Bill, sangre, sudor y lágrimas. Basta ver la película y contar las veces que él estuvo a punto de ganársela y en lugar de recibir un beso de premio recibe una cachetada. Es como decir que a la mañana tenés el 54 por ciento de los votos y a la tarde la mitad. Bill recibe la cachetada y no tiene otra que volver a remar, como si todo lo que había hecho no valiera nada. Y no valía nada. Porque la tarea no estaba terminada. Faltaba aprender a esculpir en hielo, ser un gran pianista, salvar a los osos pandas y a todo menesteroso que ande suelto.
La lección es: se puede ser el ciudadano (con esfuerzo y dedicación) que el país se merece, o se puede esperar que el país se adapte a lo que hay: una argentinada vuelta y vuelta esperando que llueva café y oro. Es una elección de vida, digo yo, aunque suene un poco naif, de libro de autoayuda. O se hace lo necesario para que Andie-Argentina caiga en nuestros brazos y nos ame apasionadamente, o se espera a que Andie-Argentina se conforme con lo que hay, se canse, se duerma, y podamos saltarle encima para sacarle lo que sea: sexo (no amor), riquezas, etc. Total, a la Andie-Argentina te la podés violar cada día. Al día siguiente ella no lo recordará porque es el mismo día que se vuelve a vivir desde el principio.
Veamos ahora a la oposición. Parecen ser lo contrario de Bill. No aprenden a hablar en francés ni a esculpir en hielo para conquistarla. ¿Y cómo lo sé? Porque no lo muestran. Porque no lo dicen. Porque lo primero que hace Bill cuando aprende a esculpir en hielo es mostrárselo a Andie. ¿Para qué lo haría sino es para conquistarla? ¿Y cómo la conquistaría si no es mostrándole lo interesante que se ha vuelto? ¿Por qué alguien se enamoraría de nosotros si no mostramos lo interesante que somos?
Hace tiempo que los opositores no le muestran a Andie-Argentina algo nuevo que hayan aprendido de puro vivir. Hace tiempo que no le muestran un avance filosófico, un poema aprendido en el límite de la emoción, una escultura en hielo como combinación de belleza y técnica, una palabra elegante, el haberse asomado a un nuevo libro, a nuevos giros idiomáticos, frases contundentes, incluso preguntas. No, le dicen lo que ya le decían el año pasado, la década pasada, como si eso fuera una condición que cotiza en el mercado (y es probable, pero no sé si es el mercado que conmoverá a Andie-Argentina). Y, como Bill en los primeros días del desconcierto, los opositores chocan todos los días contra la misma pared porque no se dieron cuenta de que la solución es dejar de ser ese Bill, volverse otro Bill.
Se trata del sencillo acto de aprender a seducir, algo en lo que muchos fracasamos, mientras que otros nos volvimos expertos. Pero no: estos muchachos, tan torpes como Bill al principio, tan poco interesantes, repiten las estrategias, usan la maldición del eterno retorno para conquistar intendentes como Bill conquistaba minas que al día siguiente ni se acordaban de él, de si era buen amante o no, intendentes traidores que luego los traicionarán a la primera ocasión porque es su naturaleza. Ante el mundo del conocimiento actúan como si ya no hubiera nada nuevo que aprender. Usan el idioma sin sumar adjetivos desconcertantes, metáforas que nos despierten de la siesta, que hagan latir el corazón de la Andie que hay en todos nosotros.
Quieren que Andie-Argentina llegue a amar al mismo Bill que odia (ya dijimos que al comienza Bill es un forro de cuidado) porque no hay nadie más a quién querer. Y no hay que olvidar que el día eterno que Bill vive es una maldición. Si no se rompe esa maldición se puede vivir eternamente el mismo día, lo que en política sería volver a chocar una y otra vez contra la piedra de siempre, la de los '90, la de la pobreza, la del ninguneo, la de la tocada de culo a la que nos sometieron los conquistadores de turno durante dos siglos.
El error de la película fue que no Bill no tuviera un antagonista, un antihéroe, para que nosotros pudiéramos ver cómo ante el fracaso de Bill ella se iría con otro que a diferencia de Bill no hace nada sino esperar a ser correspondido, no por méritos propios sino simplemente porque Bill no sabe volverse una mejor persona. En esta analogía que planteo sería más o menos que Andie-Argentina vuelva a ser parte de ese mundo sometido del que venimos porque Bill, porque los argentinos (incluido su gobierno) no pudimos ser mejores y estar a la altura de lo que este maravilloso país se merece. Así que deje de hacer lo que está haciendo y aprenda a esculpir en hielo o a recitar a Rimbaud en francés, caramba; ser mejor persona, estudiante, obrero, padre o hijo también vale.
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