CONTRATAPA
› Por Gabriela Gervasoni
El sol comienza a quemarle la cara y parte del brazo, incitándola a moverse un poco. Se corre unos centímetros, los necesarios para soportar el calor de una primavera anticipada. El aleteo de los pájaros que se acercan al laguito es constante y armonioso como una música de fondo. Pasa una pareja de ancianos y Yanina se ve en la obligación de venderles algo. Sin pararse siquiera ofrece una porción de torta por seis pesos y una docena de alfajores por treinta y cinco. Los ocasionales compradores siguen caminando sin contestar y ella no insiste.
Acomoda la cabeza de Ismael sobre su falda tratando de no despertarlo y entrecierra los ojos. Llegan los silbatos de los partidos de futbol, bocinas, el agua que corre lentamente, las risas agitadas de los que son felices bajo el sol. Cuando están así de juntos se cree capaz de tener el mismo sueño que su hijo.
-¿Cuánto salen los alfajores?
Abre los ojos y se encuentra con una chica de su misma edad que pasea un perro enorme.
-Cuatro pesos cada uno o treinta y cinco la docena contesta.
Ismael despierta y ella lo sienta, sosteniéndolo con el brazo izquierdo, como si fuera un cinturón. La chica compra dos alfajores y se va a unos diez metros de ellos; antes de sentarse ata al perro a un árbol y le convida de su merienda.
El heladero pasa cerca y Yanina piensa que tuvo suerte, si llegaba un minuto antes seguro se perdía la venta. Él la saluda cuando se cruzan las miradas. El letargo se diluye cuando reconoce al muchacho. ¿Lucas? Se da vuelta con un pié en el pedal de la bicicleta y otro en el piso. Silencia "Para Elisa" y pasan unos segundos eternos durante los cuales no la reconoce. Si estoy regorda, piensa, las raíces negras, esta remera estirada. ¿Yani? La pregunta la levanta de un salto. De pronto los tres están cara a cara.
-Tanto tiempo.
-La verdad contesta ella.
-¿Es tuyo?
-Sí, Ismael se llama.
-Son dos gotas de agua. Mirále las pecas.
Se ríen. El nene, silencioso, está abrazado al cuello de su madre, raspándole la piel con el chupete celeste.
-Estamos los dos en el mismo rubro -dice Lucas. Yanina escucha el chiste mientras recuerda el día en que él la besó. Fue ahí mismo, más cerca de la montañita, en un banco viejo y descolorido. Lucas había empezado a besarla justo donde ahora sentía el chupete de su hijo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Unos rápidos cálculos le dan cinco años. Vuelve a la escena porque el pasado se extinguió en su cabeza, no logra traer un sólo recuerdo más.
Alguien compra tres helados que el muchacho elige cono mucha atención.
--Y, ¿tus cosas? -pregunta ella.
--Bien, acá, siempre laburando.
--¿Te casaste o, no sé, algo?
--No, anduve de novio unos años, pero ya fue. ¿Vos?
--Yo estuve juntada, con el papá de él, pero bueno... es una historia larga. Más vale perderlo que encontrarlo al loco.
Vuelve a tocarla el sol. Se mueve de su posición y el perfil izquierdo de Lucas queda en primer plano. Tiene un aro negro ocupándole todo el lóbulo de la oreja. El acné de antes se perdió bajo una piel tostada y brillante. Siguen de pie, con Ismael sobre los brazos de ella, y el muchacho vende muchos helados. Hace tanto calor que hasta la chica del perro le compra uno.
Yanina intenta recordar algo más y el muchacho se saca la remera. La reemplaza por una camiseta del Barcelona idéntica a la que lleva puesta Ismael.
--Ah, mirá Isi, él es del Barca, como vos.
El nene se toca la camiseta, sonríe, intenta llamar la atención y después se acurruca de nuevo entre el pecho y el cuello de su madre.
--Ya son las seis y media, ¿querés que vamos? ¿Vas para tu casa, no?
--Sí, dale --contesta ella.
Mientras guardaba en su mochila los alfajores que quedaban apareció la pareja de ancianos y se los llevó todos. A Yanina le hubiera gustado que Lucas probara uno, son su especialidad.
Van despacio, Ismael en el asiento de la bicicleta, sostenido por las manos de Lucas y de su mamá que cada tanto se tocan sin querer. Ella mira a su hijo, segura de que esa tarde por fin tuvieron el mismo sueño.
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