CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
Entre los años 1930 y 1960 salieron a la luz una serie de novelas que después fueron atribuidas al género de la Ciencia Ficción, puntualmente reunidas en un conjunto al que llamamos hasta hoy "distópico", por contradecir el concepto de un estadio ideal, soñado, como es el de la utopía. El surgimiento del nazismo, la guerra más sangrienta de la historia hasta ese momento, la novedad para los occidentales de la exterminación de un grupo de personas por su condición étnica o religiosa, el comienzo de la guerra fría y más tarde la amenaza atómica, habilitaron para la ficción la posibilidad de pensar en un futuro lóbrego para el mundo, caracterizado por la imposición de un pensamiento único, por parte de un Estado atroz que persigue, manipula y aplasta la individualidad, la uniforma y la reprime, para facilitar su supremacía.
La especulación sobre ese posible futuro nacía de la existencia de Estados militarizados, que durante años habían orientado su economía a la producción bélica para sostener los ejércitos que peleaban en Europa, Asia y Africa, y después la carrera armamentista entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. La primera fue "Un mundo feliz" de Aldous Huxley, en 1932, acaso la única que de alguna manera fue anticipatoria. En 1949, "1984", de Orwell. Luego, con un año de diferencia, la excelente "Farenheit 451" (1953), de Ray Bradbury y "El señor de las moscas" (1954), de William Golding. Por supuesto que lejos de cancelar el género, hubo otras obras que podríamos incluir en el grupo, incluso más recientes, como "La carretera", de Cormac McCarthy, o la excelente "Plop", del argentino Rafael Pinedo, pero sin alejarse ninguna de los temas y el imaginario de la génesis de esta serie. Lo que lleva a pensar lo siguiente: ¿por qué insistir con un contexto, o la especulación de un futuro cuya posibilidad ha perdido peso con el transcurso de la historia? No toda Ciencia Ficción puede o debe ser anticipatoria. La Ciencia ficción "dura" ha dado este fenómeno por su acompañamiento científico casi exegético, y otros casos como los de Julio Verne, pero la distopía no. Y no fue así por la sencilla razón de que la historia tomó otro rumbo. La guerra fría no llevó a ninguna guerra nuclear ni a la instalación de ninguna dictadura mundial como la imaginaron esos autores. Pero ese no es el tema. La literatura tiene el poder de manejar el tiempo, de ir y volver, y salirse de la línea rígida que éste impone. Ni la ciencia, ni el tiempo mismo, pueden lograr hasta hoy lo que puede la literatura. Y en función de lo que se debe decir, en función justamente de lo que reclamaba la historia a la responsabilidad intelectual de la época, fue preciso imaginar ese futuro que luego se mostró distinto. La última vuelta de esta tuerca, que ya parece obvia y remanida, es pensar cómo sería un futuro distópico desde este presente. Empecemos por lo que no fue. Después de la guerra fría, definitivamente se perdió la posibilidad de esos estados totalitarios aludidos por Orwell y por Bradbury, pero el devenir permitió quizá la existencia de otros modelos de autoritarismo, algunos basados en creencias religiosas o étnicas, y una hegemonía bien clara, que podríamos definir con un eufemismo: una dictadura del mercado que terminó por desplazar, paradójicamente, al Estado como sujeto fundamental de las relaciones económicas, sociales y políticas. Como dijo Ehremberg y más tarde Bauman retomando al anterior, si algo caracteriza en este sentido a la sociedad de nuestro tiempo es la confusión entre lo público y lo privado. La exposición de lo íntimo, de lo que pertenece a la privacidad de las personas, es editado y expuesto en espacios de dominio público. Y no es el Estado el que lo hace, más allá de lo que aún siguen practicando los servicios de información y de inteligencia, sino que son los medios de capital privado los que lucran, los que convierten a los sujetos en producto, ya sea como objeto de exhibición, ya sea como rating, para articular la publicidad en los medios. Y no sólo eso. Al mercado, al capitalismo global, le favorece un Estado reducido y de corto alcance. Ya no controla, ya no uniforma (es el mercado el que lo hace, a la medida de la demanda que necesita inventar). El bien que prevalece es el de la propiedad privada, algo que ni el mismo Estado puede invadir, aún cuando su intervención favorezca el bien común.
Y si la propiedad privada es el bien inalienable -lo que hay que cuidar- y el Estado ya no es ni debe ser una amenaza, la sospecha está en el "otro". La pulsión de esta Era es "tener". Y yo dejo de tener cuando me harto de lo que tengo, cuando ya no me satisface, o cuando el "otro" me lo quita. Mi espacio disminuye en función de la cercanía de los demás. "El infierno es los otros", como decía Sartre, acaso para definir otras cosas, pero aquí su definición encaja perfectamente. Y no es cualquier "otro" en el que deposito hoy mis miedos, sino el que no puede tener, el desposeído. El desposeído no pudo sostener su status en la sociedad, como el nadador del cuento de Cheever. No ha podido y nadie, ni siquiera el Estado, puede salvarlo de eso. Por esa razón me amenaza, viene por lo mío. Y ya pensando en la respuesta a la "nueva distopía", aquí no hay ley de la selva para todos, como en "La carretera", o en "Plop". La ley de la selva es para los desplazados, los que han quedado fuera de los muros que rodean a las ciudades. La condición de ciudadanos ya no es para los que votan, los que nacen en determinados espacios -quizá no haya naciones, sólo ciudades-, sino los que pueden tener. Quien no tiene, se va. Algún día, debe ser en estos días, alguien contará que todo comenzó cuando algunos fueron cerrando las plazas, construyendo barrios privados, encerrando a los demás en ese "afuera" que es no tener nada, vivir plenamente la inseguridad de no saber si mañana va a comer, a curarse, a sobrevivir, mientras los demás están seguros, muros adentro, de las nuevas ciudades del futuro.
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