Lun 22.09.2014
rosario

CONTRATAPA

El arte de flotar

› Por Javier Núñez

Escribir es una forma de estar en el mundo, una patria oscura que siempre se lleva a cuestas. "La vida me quiere escritor y entonces escribo -dice Clarice Lispector a través de uno de sus personajes- no es una elección: es una íntima orden de batalla". Creo que ahí se esconde una definición implacable y reveladora: se escribe en respuesta a un mandato irrenunciable. No resulta del todo extraña, entonces, la sospecha recurrente en torno a la salud mental de los que hacen -hacemos-, de la aventura de narrar o de la poesía, un modo de estar en la vida. Cabe preguntarse, acaso, si no estamos aferrados a la certeza irrevocable de que escribir es nuestra forma particular de sostenernos en precario equilibrio y no caer en el abismo.

La literatura -hacer literatura, intentar literatura- es siempre producto de cierta incomodidad, de alguna especie de contradicción o sensación de extrañeza. "Hay una incompatibilidad entre sentirse bien en el mundo y escribir sobre él", afirma Houllebecq, y creo que es una definición difícil de discutir: algo siempre tiene que hacer ruido. Escribir, a veces, es adentrarse en zona de derrumbe y no saber si, al final, todo habrá de sostenerse en pie.

En "Los sujetos trágicos", la conferencia sobre literatura y psicoanálisis que brindó Ricardo Piglia en 1997, se narra una anécdota que de algún modo viene a cuento de esto que acabo de afirmar. Durante la escritura del Finnegans Wake, cuenta Piglia, James Joyce atendía con mucho interés a las palabras de su hija Lucía. Aunque Lucía terminó psicótica y murió en una clínica suiza en 1962, Joyce siempre se negó a admitir la enfermedad de su hija y la impulsaba a diversas actividades. Escribir era una de ellas. Lucía escribía pero estaba cada vez peor, y finalmente Joyce accedió a llevarla con Jung, a quien le hizo leer los textos sin dejar de señalar, al dárselos, que escribía lo mismo que escribía él. Joyce, nos recuerda Piglia, estaba escribiendo el Finnegans Wake, un texto totalmente psicótico: "fragmentado, onirizado, cruzado por la imposibilidad de construir con el lenguaje otra cosa que no sea la dispersión". De modo que Joyce le dijo a Jung aquello de que su hija escribía igual que él. "Pero allí donde usted nada", contestó Jung, "ella se ahoga".

"El psicoanálisis es, en cierto modo -afirma Piglia para cerrar la anécdota-, un arte de la natación, un arte de mantener a flote en el mar del lenguaje a gente que está siempre tratando de hundirse. Y un artista es aquel que nunca se sabe si va a poder nadar: ha podido nadar antes, pero no sabe si va a poder nadar la próxima vez que entre al mar."

Y sin embargo, me permito agregar, no queda sino tomar aire, y adentrarse en aguas profundas.

No obstante, tengo la certeza inquebrantable de que existe, de alguna manera que no consigo nombrar, un efecto terapéutico en la escritura. Algo que ahuyenta -o por lo menos demora, o mitiga- la locura y los traumas más arraigados. Un intento sostenido por espantar fantasmas y reparar heridas profundas. Allí, se me ocurre, se teje una especie de vínculo con el psicoanálisis, un punto en el que, por un breve instante, ambos convergen: ese momento en que los dos se empeñan en construir sentidos y cicatrizar heridas invisibles. Quien escribe, a veces, no concibe otro modo de acercarse a la vida o la salvación que no sea a través del lenguaje. Aun cuando el final del camino no haga más que demostrar que no hay redención posible, en el viaje y el recorrido, en ese tránsito, están los andamios que sostienen ciertas existencias. La literatura se convierte en refugio y necesidad. En palabras de Pizarnik, "el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos".

Pienso, por ejemplo, en las escrituras del duelo. La lista es larga y podría serlo mucho más: Una muerte muy dulce y La ceremonia del adiós, de Simone de Beauvoir; Mortal y rosa, de Franciso Umbral; La invención de la soledad, de Paul Auster; El olvido que seremos, de Abad Faciolince; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett; son sólo algunos de los ejemplos que podríamos enumerar. Libros que se introducen en el desgarro del hijo ausente, en la viudez o en la muerte de los padres para convertir el dolor en literatura; para intentar esa alquimia absurda que trasmute en algo bello lo que sólo puede ser atroz. O pienso en el escritor inglés Edward St Aubyn y la espléndida contratapa sobre él que escribió Juan Forn en este diario. Abusado por su padre entre los cinco y los ocho años, heroinómano de los quince a los treinta, en algún momento de su adicción hizo un pacto consigo mismo: "O escribo una novela que consiga terminar y publicar y que sea auténtica o me mato". Aunque esa primera novela estuvo lejos de ser un éxito, dice Forn, St Aubyn ya estaba escribiendo otra y optó por postergar su suicidio. Desde entonces lleva más de veinte años escribiendo novelitas breves pero intensas en las que vuelve, en cada una, a ciertos días de peso evidente en su pasado -el abuso inicial; cuando va a buscar las cenizas de su padre; la primera fiesta después de dejar la heroína; el funeral de la madre- que le ayudan a desoír el clamor del suicidio que se empeña en convocarlo.

"Escribir es una maldición que salva", dijo alguna vez Clarice Lispector, y acaso en esa frase se resuma todo. Creo que todos tenemos cierto grado de locura, que cada uno guarda, en algún rincón, su pequeña locura privada. Los escritores, lejos de ser una excepción, acaso estemos un poco peor que los demás: hay, tiene que haberla, una dosis necesaria de inestabilidad mental para pasarse las horas con personas y situaciones que solamente existen en nuestra imaginación, reconstruyendo la memoria en busca de un sentido a veces inasible o esquivo, componiendo imágenes con expresiones en permanente tensión con la gramática, escrutando penumbras para iluminarlas con el relámpago de la palabra precisa o jugando con las frases para transgredir la lengua, arrancarla de su zona de confort, y dotarla de un nuevo sentido. Que cobre vida, en suma, la palabra propia. Y ahí, en ese gran equívoco, es donde se cifran nuestros sueños y esperanzas: en la ilusión absurda de utilizar un bien común -la palabra- para crear algo individual e irrepetible. Como reflejos invertidos del Pierre Menard de Borges, cuya admirable ambición no era componer otro Quijote ni transcribirlo, sino producir por sus medios unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes, los que escribimos nos proponemos una empresa más absurda todavía: la creación de una palabra propia -esto es, exclusiva- y al alcance de cualquiera.

A pesar de ello -de la imposibilidad de la palabra propia- sé que hay algo insondablemente personal en la escritura, algo distintivo. Están el estilo, la voz, la cadencia y la historia personal siempre en juego, pero hablo de algo más indefinible: una huella única y profunda que nos hace ser los que somos, o los que nos vamos haciendo a través de la palabra.

Uno no siempre sabe qué fantasmas exorciza y qué desgarradura repara cuando la pone en juego y se adentra en el mar del lenguaje. Pero lo sospechará, o lo irá descubriendo. Y siempre sentirá, sabrá, que sólo le queda hacerlo y tratar de mantenerse a flote.

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