CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
En el ámbito de la noche hay formas devoradas, formas de hombres, formas de mujeres, cualquier forma de la noche puede ser la palabra noche, o un silencio separado de su silencio, o un hombre haciendo el amor con la palabra.
Sería un error ignorar que ese hombre solo, en la mesa del bar, inmerso en el teléfono celular no está amasando su infinito.
Antes de que ese hombre estuviera allí, las primeras horas de la noche con sus últimos trajines no eran sagradas. No habían hecho más que añadir rutinas, demasiado repetidas, a la gran ley del fin de la jornada laboral.
Esa mesa en la que el hombre solo no levanta la vista del teléfono añade al espacio de siempre una dimensión y un silencio prodigiosos, cuajados de tiempos que unen y separan.
No todos lo notan pero dentro del teléfono tiene un ángel con el corazón y la cintura siempre en llamas, porque las baldosas se deforman celestialmente debajo de la mesa.
Anda un niño rondando que no es del bar, no es de ningún vecino, un niño que tiene la calle como todo abrazo maternal y mira largo rato al hombre solo en su soledad de ángel incandescente. Todos dan al niño una moneda, un gesto bueno, una repulsión, incluso el hombre que se quema los dedos con el teléfono celular le da un suspiro.
Nadie sabe en qué punto escribe ni con qué letras, pero es innegable que lo escrito perdura secretamente en desnudez elegida.
El hecho de estar en una mesa de bar no lo salva del vértigo. Y aunque alguien quisiera corregir el misterio del ángel, por más precauciones que haya tomado, un ángel siempre trae consigo la bacanal de las estrellas.
En la palabra noche hay esperanza.
Hay amor haciéndose con la palabra.
Hay un ángel desnudo.
Hay un hombre solo.
Hay una mesa.
Hay un bar.
Hay almas abrazadas de manera genital.
El mozo, la mujer que lee, los jóvenes que conversan, las secretarias de tacos altos que murmuran, son individuos, los individuos, como los permisos de residencia, caducan, pero un ángel en medio de la palabra noche es algo más tenaz, algo que ronda con lo eterno.
El hombre no tiene tiempo de mirar más acá, porque todo está más allá, en el ángel, en el fin de su búsqueda.
Un joven sentado en un rincón del bar, que hasta el momento no había sido advertido por el mozo, ni por la mujer que lee, ni por los muchachos que conversan, ni por las secretarias de tacos altos que murmuran, con la mejilla pegada al cristal de la vidriera, mira con ojos escrutadores una silla vacía. Otro ángel.
No, no, esta vez no es un mero sueño de la palabra noche. Quizás habría sido preferible que lo fuera, porque la realidad para muchos es una pesadilla, pero no hace falta más que tocar con el dedo la realidad de la palabra noche, para darse cuenta de que esto no es un sueño.
El mozo del bar se siente tan joven como hace cien años, joven definitivamente, lleno de años, pero en su plena jovialidad. Y reconoce los peligros que lo acechan. Nadie mejor colocado que un mozo de bar para reconocer la palabra noche y asumir sus riesgos. Para imaginar la primera noche de la palabra tiempo. Para leer el mensaje en la piel viva de un ángel. Para descubrir esa red de serafines sexuales, ese laberinto nupcial, esa secreción de favores.
Las secretarias de tacos altos en sus jeroglíficos de jefes y maledicencias, no saben que todo lo real es un deseo contenido y que es la palabra noche, bajo su impresión nocturna, la que despierta el brillo de sus ojos.
Los muchachos que conversan no ignoran el borde cian de las palabras.
Y por lógica natural, la mujer que lee sabe que ninguna casualidad cabe en la palabra noche.
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