Lun 20.10.2014
rosario

CONTRATAPA

Mielcita

› Por Víctor Maini

El kiosco de la Toti fue el primer bunker, la primera farmacia que visité. Dictadura de lo dulce, proscripción de lo salado. Una inyección de azúcar directo a la vena amarga del chocolate hasta convertirlo en chocolatín. Un afuera de paredes mudas, pintadas en distintos tonos de grises con algunas manchas azules y coloradas, junto con un horizonte utópico cargado de nubes formadas con gorras y bastones largos hallaba su contradicción dentro de aquel refugio de chucherías. Distintas voces, Noel, Felfort, Terrabusi o Georgalos nos prometían un futuro cada vez más dulce a partir de Lincoln. Se hablaba de un tal Jack que le daba una manón a una tal Tita para que viajara a Rodesia o de Jorgito, famoso por devorarse un Mantecol cada media hora. Buscadores de dulces sueños consumían ansiolíticos acaramelados envueltos en papel celofán. Habitantes de hogares, dulces hogares y de los otros, agrios como el mío, pasábamos por el lugar para azucarar penas. Desconocía, por aquel tiempo, el barniz de hipocresía que cubrían algunas puertas de vecinos. Las caricias, palabras de aliento o acto de presencia que no supo o no quiso brindarme mi padre las canjeó por kilos de dulzura en golosinas. Sus espaciadas visitas nocturnas nunca pasaban desapercibidas, me despertaban sus gritos, su olor a tabaco en pipa que impregnaba el aire o las cajas de mercadería que compraba en los kioscos. Entre todas, era mi debilidad una miel líquida envasada en un sachet plástico, conocida como "Mielcita". Como collares hippies, pesadas cadenas o balas de ametralladoras, rodeaba mi cuello con tiras de este producto consumiendo, sin convidar, una dosis tras otra.

Ante presiones en la escuela, o cuando atajaba en los desafíos contra los de la cortada necesitaba del producto de la abeja para ganar confianza. Sujeto a otros mandatos sociales acordes con la adolescencia canjeé mi primer vicio por el cigarrillo, luego por el alcohol y otras sustancias más pesadas, pero siempre por vía oral. Fueron creciendo mis adicciones junto con mis obligaciones. Mujer, hijos, dos trabajos, olvidarse de los sueños, sentir la pérdida de la libertad en manos de un sistema invisible, la interna lucha de no convertirme en máquina, de ser uno mismo, no es tarea para débiles.

Cada vez que amé sin amor, me alimenté sin apetito o consumí sin necesidad, sentí en mi boca el mismo gusto a plástico del último sachet vacío de Mielcita. Empecé a sentir la vida como una balanza, en un plato mis adicciones tratando de equilibrar vacíos que pesan, carencias, ausencias, pedazos de nada envuelta en éxitos dorados. Consumir, siempre consumir hasta romper el resorte. Una recurrente pesadilla en la que veo a mi voluptuosa mujer con nuestros cuatro hijos colgados como sachet de miel gigantes, antecede a un remolino de sal que me enceguece haciéndome perder el camino de regreso a casa.

Aprendí a comprender a mi padre a quien ya no odio. Nunca vuelvo a mi hogar sin antes pasar por algún salón de ventas. Anoche encontré a Daniela, mi hija más pequeña, la más parecida a mí, dormida con una nota entre sus manos. "Pá, no me traigas más huevitos con sorpresas, ya completé la colección. Ahora quiero caramelos de miel. Voy a fabricarme mi primer collar".

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