CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Abro la netbook. La batería está agotada y hace meses vivo atada a mesas cercanas a enchufes que casi nunca me regalan el placer de una ventana con su trajín de calle en mediodía o su música de gotas sobre el vidrio. Un amigo dice que la lluvia tiene su ritmo, que a veces le cuesta encontrarlo y que es en esos momentos cuando se hace más evidente el sonido caprichoso del viento. Hoy no llueve, pero el frío hace tajos en mis manos. El bar está desierto. El mozo apoyado sobre la barra a unos tres metros de mí me mira distraído, juega con la bandeja haciéndola girar sobre el dedo medio. Los ojos se me van en ese círculo, mientras acuno la idea de un café con leche caliente con sus respectivas medialunas. Levanto la mano y miro al hombre de lleno a los ojos. Entiende que tiene que moverse. Con desgano se incorpora, la bandeja cesa su baile y se adhiere a la axila entre el torso y el brazo derecho. Escribo apurada, como si sacara la cabeza por sobre un agua en torbellino. Desahogo, desagoto. Sé que vendrán otras escrituras y lecturas, posteriores, amorosas, con quienes sabemos, con quienes lo vivimos juntas. Hoy escribo por mi compañera socorrista. Por ella y por mí también.
***
Otro bar, en una ciudad del norte del país. Otro tiempo. Otro mozo. Otro café. Otra mesa que se aplasta, por suerte esta vez sobre una ventana. Afuera la noche invade con sus luces verticales, sus carteles imposibles de leer, sus pasos apurados por llegar a algún hogar. Y yo lejos del mío. Me trajo hasta aquí la poesía. Como alguna vez me trajo un Encuentro de Mujeres. Chequeo el correo. Tengo la casilla saturada de mails, otra vez. Un sólo día basta para que se acumulen declaraciones, pedidos, denuncias, relatos, emociones. Las feministas necesitamos un día paralelo al día, una noche paralela a la noche para llegar con todo, sin embargo todo entra en veinticuatro horas apretadas. Uno me llama la atención. El asunto me inquieta tanto como el remitente: Urgente. Mientras carga el correo pienso en las urgencias. Estamos acostumbradas a ellas y sabemos lo que significan. Clara, una compañera feminista de mi ciudad, escribe que necesita acompañamiento y termina graciosa: Es para esta casa, pero no es ni para mí ni para la perra.
Es viernes, recién el lunes estaré de regreso. La llamo. La voz suena con una tranquilidad forzada. Es para mi hija me dice. Junto fuerzas, como siempre. Pero aquí se me juega la cercanía, la ansiedad por solucionar cuanto antes, por llegar con un abrazo hasta mi amiga. Quiero que estemos juntas me pide de un modo que no deja lugar a dudas. Hablamos rápido, contamos semanas, medimos posibilidades. Tendremos un lunes de acompañamientos varios.
El mozo casi ni se sorprende cuando le pido la cuenta con el café sin tomar. Las calles de esta ciudad desconocida me abrigan en su ajenidad. Como me abrigan las de otras ciudades de este país que hace diez años recorro movida por la fuerza de los encuentros, las luchas, las convicciones. Y la poesía. Un grupo de mujeres leen las letras que las atraviesan. Leen con pasión. Mientras me dejo envolver por esas voces pienso en la pasión que también nos invade cuando hablamos de abortos, cuando luchamos por su legalidad, cuando acompañamos a otras a abortar. Hay pasión en lo que hacemos, me digo como queriendo convencerme ante una proposición que sonaría exagerada. Porque qué otra palabra podría reemplazar a ese impulso vital que nos recorre en cada una de las acciones que llevamos adelante por lograr la legalidad del aborto en Argentina. La pasión subyace a la lucha, a sus variados modos, caras, estrategias. La pasión por habitar un mundo libre. En cada acción apasionada, como esta poesía que se deja leer, siento que lo vamos logrando, que somos un poco más libres cada vez.
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Lucía tiene veintitrés años de una sonrisa pequeña pero constante. Sus ojos inquietos, incisivos, laten detrás de unos anteojos de marcos negros, agrandados por las lentes. Responde a todas mis preguntas, relajada. Me dice que no se cuidó. Clara la mira sorprendida, pero calla. Una madre socorrista acompaña a su hija a abortar. En su casa. Las tres nos conocemos. Lucía me dice: No lo quiero. Nada más que eso. Nada menos. Y comienza el procedimiento ahí mismo, ante mis ojos, con Misoprostol que conseguimos en una farmacia amiga. Quedate conmigo, me dice. Lo hago. Durante nueve horas Clara y yo hablamos de poesía, vemos películas, nos indignamos con las noticias de otro femicidio, nos reímos alrededor de una cama, hablamos de nuestros abortos, de lxs hijxs que no quisimos y de lxs que sí. Nos apasionamos. Y cuidamos la vida como un tesoro. La de Lucía, la nuestra. A los diez días Lucía me llama para decirme que todo está bien, que se hizo los controles. Y con una sonrisa le digo algo que ella conoce como eslogan: ¿Viste Lu?, las socorristas somos feministas que abortamos.
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