Mié 29.10.2014
rosario

CONTRATAPA

Cambiadas

› Por Juliana Mandolesi

Alicia, madre.

Entre el revuelo de tazas y tostadas rotas en el desayuno, los guardapolvos con caras de niños salieron por la puerta y por detrás la cabeza de marido asomada desde la corbata le arrojó un beso a la distancia.

Después de limpiar y dejar todo en un -casi- perfecto orden, se descubrió sola.

Fue tan espeso ese silencio que desplazó a empujones el bullicio de la casa, que inevitablemente la abrumó una tristeza amiga. Todavía con las manos ahorcando el repasador, se sentó en el sofá. Y fue desde ese ángulo que vio asomada en el cajón entreabierto de la cocina una servilleta lila. La servilleta dormía cómodamente entre más servilletas (todas color crema) y repasadores. Alicia la tomó con dos dedos, achinando los ojos; la tela se desmayó en su mano, quedó colgando, voluntaria.

""Qué hace esta servilleta acá.", dijo. "Ésta seguro es de Rosa", aseguró.

Esa misma tarde fue a la casa de Rosa, su suegra, para devolverle la servilleta.

--Hola Rosa, mire encontré esta servilleta entre las mías, seguro vino metida con alguna de las olladas de guiso que nos manda los domingos. La debo haber lavado sin darme cuenta y la guardé.

--No Alicia, andás confundida, esta servilleta mía no es, las mías son todas blancas. - respondió Rosa.

Volvía para el barrio, con la servilleta que no era ajena hasta no encontrar de quién, pero tampoco era propia. Pensó que podría llegar a ser de su vecina:

--María, qué tal, oigamé, ¿esta servilleta es suya, no? Se le debe haber volado a mi patio con el viento de antenoche. Usted cuelga la ropa allá arriba, en la terraza, seguro se voló, vio... El ventarrón, el de antenoche.

La vieja tomó la servilleta también achinando los ojos y ésta volvió a desmayarse en otra mano. Observó el delicado bordado con diseños tal vez orientales. Miró rigurosamente la puntilla muy antigua, pesada y gruesa. -- Este que... Es muy parecida a las que vinieron en el juego de servilletas que me trajo de regalo mi hijo, que en paz descanse. Pero yo nunca las usé ni las saqué de la caja, así que no puede ser mía, este... Alicia.

Al ver que su vecina no se iba y que había quedado inmóvil, obsesiva y extrañada por no haberle encontrado una explicación a lo ocurrido con aquel pedazo de tela, María, para romper el trance, prosiguió: --Si me deja se las busco, para que vea la coincidencia. Pero... pase, pase nomas, no se me quede paradita ahí afuera.

Alicia pasó, era la primera vez que estaba dentro de la casa de su vecina. Fría recorrida con los ojos: casa oscura, sin grandes cosas, tal vez un poco desordenada para su gusto.

La mujer sacó de un placard una gran caja y escarbó en ella; arrancó más cajas de su interior con un poco de dificultad, con las muñecas se corría los blancos mechones de la cara, exhausta, como si estuviera ayudando a parir.

En una de esas cajas estaba, originalmente planchado y predispuesto, el juego de servilletas asiáticas. Desde el visor plástico podían verse colores liláceos y morados con delicados y sutiles bordados artesanales. Cuando sus temblorosas manos se decidieron a abrir la caja, un aroma a cerezo en flor estallo en las narices de las dos, ambas dieron simultáneamente un suave golpe de placer tirando hacia atrás la cabeza y haciendo con los párpados un aleteo de mariposa. En ese momento emergió un enigmático tintineo. No había voces, sólo un musical tintineo oriental. Ambas apoyaron el oído en la caja al mismo tiempo, sin dejar de mirarse fijamente una a la otra. El sonido se hizo cada vez más suave, hasta desaparecerse. "María", ¿usted oyó?". "Sí, este que..., Alicia. Sí."

Cuando el encanto del perfume sucumbió, terminaron de abrir la caja y desplegaron las idénticas servilletas sobre la mesa. Once había. Cuando juntó la número doce con las demás para comprobar la semejanza entre aquellas y ésta última, el sopor de la tarde y el perfume algo concentrado las envolvió nuevamente, incluyéndolas a las dos en un delirio (y no tanto) de negros ojos y viento de abanicos.

El aullar de algún perro anunciaba la salida de la luna. El tiempo se les había escurrido de las manos. El tiempo era algo de lo que ya no eran dueñas. Algo desmayado en las manos de ambas las hacía retroceder cuando intentaban salir por la puerta hacia esa calle que, por unas horas, no tuvo ningún nombre.

"Este... Alicia" dijo la boca de Alicia.

"Sí María, digamé." respondió la boca de María.

Así las recibía esa nueva forma de decirles que los roles estaban cambiados. Allí se quedó --por mutuo acuerdo-- Alicia, en la casa de María. Y allá se quedó María, en la casa de Alicia, con la corbata y los uniformes, para regalarles no una madre, sino el cuerpo que ya conocían; el mismo olor en el cuello de esa madre y de esa esposa. Piensan que en algún momento aquel extraño suceso terminará o despertarán de un sueño malo.

Alicia, desde la terraza de María ve niños crecidos corretear por el patio. A su (ya no) marido salir corriendo para el trabajo. La observa entre tazas de leche y ropa sucia y se le esponja el pecho.

Por la tarde, siempre se ocurre esa reunión apresurada de las dos, para hacer lo mismo que hicieron aquel día, como un ritual. E intentan incansablemente, hacer encajar dos tiempos que ya no vuelven a cruzarse; abrir la caja de servilletas de la misma exacta forma que la abrieron una vez.

Alicia está apurada por volver a ser Alicia, María no tanto.

Tienen todo reunido: el juego completo desmayado en la caja, los recuerdos intactos para forzar el mismo diálogo, el perfume a cerezo, el arcano tintineo, el perro que aúlla...

Sólo les falta pescar de aquel día una casualidad irrecuperable.

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