CONTRATAPA
› Por Beatriz Suárez
"En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo no. El hijo nunca se pone en duda. Y esa duda. Y esa duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. Creo que mucha gente no podría soportar lo que digo, huirían."
Margarite Duras. Escribir.
Ella se habrá ido a eso de las siete y media de la tarde. Vinieron los de la pompa (con sus calorías de trabajo, entre nuestros cuerpos congelados) y para las ocho y cuarto su casa ya prescindió de ese cuerpo de bailarina innata.
Me asignaron la tarea de ir al baño y recoger, de una mesada contigua a la bacha, las pertenencias del lugar, cremas, cepillo de dientes, muestras gratis de exfoliantes, lápices de labio, polvos, pinceles, jabones empezados, pedazos de gasa, un tubito de discos demaquillantes a medio usar, un monedero sucio lleno de anillos de lata en desuso, hisopos, dos o tres frascos de perfume y una estampita salida de lugar con una botellita de agua de cuando éramos chicas, como de bebé, un juguete o algo así.
Sin mirar mucho y temblando bastante puse todo en una bolsa de supermercado, las cosas se chocaban raro, vidrios que no servirían mas, humo de polvo que se desparrama, todo sobre la mesa de su casa y yo presta a irme a la mía con ese souvenir que fue (por otra parte) lo único que tuve de herencia. Una bolsa de nylon con maquillaje huérfano, dolor hasta el tuétano, la tentación de prodigiosa doncellez en esos menesteres de la cara, también algo de noches divertidas mediadas por rímel, su risa, su sonrisa sin esfuerzo devorando bombones o tomando vino. Yo sé que esa bolsa llevaba lo que había usado para ser mas bella, para ser un archipiélago de párpados que se cerrarían temprano.
Llevaba la bolsita camiseta donde las cosas rebotaban como piñones el recuerdo de bailes y guitarra, la búsqueda de lo desconocido.
Nunca se me había muerto una pasta dental, era la primera vez del funeral, del candelabro al lado del rouge.
Levanté todo un poco húmedo bajo la promesa de llegar a casa, secar, colocar en una caja buena lo acarreado y ordenar las cosas como tristes individuos de la noche mas oscura del alma.
Sentí llevar todo muerto en la mano, la vida cuando nos tunde a palos, a ella membrana a membrana, su piel, comedones en guerra, la garantía totalmente extraviada, bolsita con brocha sin lástima y sus ojos saltones para siempre enmudecidos.
Cuando llegué a casa lo pensé mejor y decidí otro argumento: eclipsar el abrir de sus cosas con bondad y acordes, lo cual me llevó a apoyar en el estante mas alto del baño ese tesoro, con el firme propósito de acondicionarlo otro día.
Fue así como pasaron los meses y los años y la bolsa permaneció como uno de nosotros, solo que acumulando mugre y humedad de baño, moho y otras chucherías.
El arrecife donde las dos habíamos nacido sufrió la bifurcación más honda, y no iban a ser unos cosméticos el parapente en que caerme suavemente de aquél inolvidable naufragio.
Miré la bolsa diez años. Jamás la moví o la toqué. Tenía inscripciones verde agua. Ha hecho sentirme preocupada, despreocupada, tímida, mala, conservadora, profanadora, que se yo. Miraba la bolsa pues me quedaba a mano del inhodoro y me ayudó a tejer mil historias de festejos, de los suyos, de los compartidos; eran cosas de toilette con las que sus manos habrían acariciado pómulo y mejilla, había amor ahí adentro, ese que se fue con ella tiempo después.
Miré la bolsa que iba rumbo a la tierra sin saber exactamente qué hacer, si desarmarla y limpiarla (era la idea primigenia) o si tocarla iba a resultar mas sangre remordida. No lo sabía. Ni lo supe.
Hasta hoy.
Hoy amanecí con el pasado de frente, con ella más su cara sin pantanos; hoy amanecí fuera del baño. Miré la bolsa por última vez, sentí que, tenerla un minuto mas ahí iba a ser la habitación central del fin del mundo.
Y lo fue, entré all túnel del dolor una vez mas, amarilla de vivir como la bolsa, limité mis arrugas a diez años atrás y el pulso misterioso de la vida hizo a tomarla como aquella noche pero para tirarla directo a la basura.
Mis yemas la dejaron ir, la cedí al universo y que él se encargara, le di el matiz prudente de un adiós, no la arrojé, la apoyé en el container entre restos de pollo y una pata de silla, como al ras de la tierra entre cosas comunes.
Y vi que se asomó un lápiz de cejas.
Y me pareció como que me guiñaba un ojo.
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