CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Primero era como una pátina oscura, luego con las reverberaciones de sol empezaban a aparecer los árboles y el carbón cambiante de los pájaros.
"Dulce es estar tendido entre los árboles", escribía Juanele Ortiz.
En el cielo un poco más tarde jaspearían unas nubes leves, menos que nubes, flecos y a veces pudo ser una línea como un hilo destejiéndose en la tersura de ese cielo chato, brillante casi austero en la plenitud del Sur.
Si uno podía quedarse un tiempo observando ese espacio que a pleno sol brillaba, irían apareciendo en formación marcial aquellas aves silvestres que irían cruzando esa lámina estática hacia distintos puntos, esos destinos que para nosotros era un misterio. ¿Buscarían alimentos, refugio, otros cielos? ¿Tal vez otros destinos, impenetrables a nuestro razonamiento humano? Si iban alto, muy alto, podrían ser los siriríes. Según el viento uno podría oír ese grito que los identificaba y les daba el nombre. O los crestones con un ruido más ronco y a veces en silencio oscuro como un tejido denso. O los zambullidores que en su pequeñez chillona alborotaban el aire, se chocaban con los chorlitos o los tordos, que iban de carbón pesado, no en bandadas, sino sueltos y que no pasaban casi nunca la media docena. Después estaban los gorriones, arbitrarios, rebeldes, erráticos y bulliciosos siempre. También había pirinchas, tijeretas, y las calandrias tan dispuestas siempre a la pelea.
También podía cruzar esa pareja de horneritos, tan pacíficos y laboriosos, que nunca se metían con nadie, observando algún charco con barro blando, si era la época de hacerse la casita y nido consecuente. Y en esos charcos nunca faltaba alguna mariposa.
Esto era lo que sucedía en los veranos, por el aire y que no se modificaba demasiado en el resto de las estaciones.
Abajo estaban las casas y las calles, los vehículos que cruzarían esas calles, con sus mercaderías, si venían de otros lados, con los granos y los tarros de leche si venían del campo. Vehículos a tracción a sangre, es decir, tirados por caballos, pero también había "motores", como llamaba Cesare Pavese en su poema Los mares del sur. Pero en aquel tiempo eran los menos y no esta proliferación actual con los adelantos tecnológicos que facilitan extraordinariamente todo.
Después estaba el campo con su clásica variedad de sembrados y animales para las tareas rurales de entonces.
Y luego, en último lugar, estábamos nosotros, con nuestras obligaciones y nuestros entretenimientos simples que no incluía juguetes, salvo excepciones. Pero esas carencias no obturaban la alegría sino que incentivaba la imaginación, de por sí frondosa en la mente de un niño y como teníamos lo más preciado a mano, una libertad segura, ¿de qué peligros nos podríamos prevenir o asustar?
Hacíamos de cualquier falta una virtud, y los más hábiles -no era mi caso- fabricaban sus propios juguetes, supliendo la falta de medios con la creatividad incansable e innata de los niños, que la vida iría mellando.
Y si hay un sueño que no se cumple, siempre queda el recuerdo de aquella bandada de gaviotas blancas o esas pocas garzas moras atravesando alto, muy alto, el más alto de todos los sueños.
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