CONTRATAPA
› Por Gabriela Gervasoni
De aquella época hay pocas fotos pero tengo miles de imágenes. Nuestra infancia escasa de tecnología está abreviada en cuatro o cinco álbumes y alguna perdida súper ocho sin sonido. Y mis recuerdos son así, ochentosos; en blanco y negro, sepia y algunos colores opacos. Mis padres, los abuelos, mis hermanos. La Escuela, las monjas, mis compañeras pupilas a las que les cortaban el pelo como varones. Las vacaciones en Corrientes a puro río con guayabas y mecedoras de mimbre. Las fotos de mis primos italianos que llegaban tarde, mucho después de los cumpleaños que retrataban y casi siempre con alguna carta breve para mis abuelos.
No sé a qué edad nace la tristeza pero estoy segura de que viene de afuera, ningún niño o niña la trae en forma innata. De esa época, también, me viene la tristeza. Aunque casi no se vea en mi biografía oficial, donde alguien se ocupó de agruparme a los que más amo y lo que más me gustó en unos hermosos cuadritos que parecen de historieta.
En los álbumes no está el día que Laurita casi me deja plantada para jugar en mi casa lejana del centro e inaccesible para tantos.
Tampoco están las mañanas de nudo en la garganta saludando a los primos correntinos que, presos de la chiquitolina, desaparecían detrás de nuestro auto gris.
Nadie fotografió el día en que me mordió el perro de mi mejor amiga sólo porque quise darle un beso, ni cuando vi que unas nenas encerraban a otra en el baño de la escuela para asustarla.
No hay ningún registro oficial de mi abuela saludándome desde una ventana del Hospital Italiano y yo, a upa de mi papá, necesitando que fuera tan alto como para llegar a ese primer o segundo piso y poder tocarla.
De esa época tengo grabado el sonido de una radio que inunda las mañanas y le permite a mi mamá llorar un rato.
Nadie filmó a mi hermana y a mí durmiendo en la cama grande, del lado de los pies, un permiso vedado en circunstancias normales. Yo si guardé ese instante. Algo extraño, algo silencioso, algo inmutable nos estaba ocurriendo en esa casa con dormitorio a oscuras y cocina iluminada.
Papá entró, me desperté y al verlo, antes de que hablara, le dije ya sé. Lo hice para ahorrarle las palabras y para que se fuera, mi hermana seguía durmiendo y yo necesitaba llorar antes de que ella despertara. Con la luz apagada, sin otro recurso que la plegaria, me entregué a ese vacío.
Esa noche, que es la más antigua para mí (y la más larga) lloré, dormí, recé. Creo que entre sueños aparecieron las primeras palabras: extrañar, encontrarnos, ¿dónde estarás? En una secuencia que me sigue asediando hasta ahora, primero aparecieron las emociones, después unos balbuceos y más tarde la frase, el grito.
No hay fotografías de los días apilándose como diarios viejos y la tristeza aumentando a medida que el tiempo me alejaba de ella. Eso que parecía un ruego siguió interpelándome. Yo no sabía qué era ni como soltarlo. A escondidas, escribí unos versos repletos de faltas de ortografía. No los escribí para mí ni para nadie, vinieron para acompañarme y les permití que me hicieran gritar. En el papel la tristeza no era tan honda, ni tan incurable, ni tan mía.
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