CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
No podría empezar de otra manera que no sea esta, refiriéndome a la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. De no ser así estaría negando lo que sigue, ignorando al fantasma que recorre México, desoyendo el susurro que aún en los grandes galpones de la expo podía escucharse. Tan fuerte era esta presencia que algunos parecían empeñados en no permitir que entrara a la Feria, como intentando preservarla de una verdad dolorosa, pero absoluta. Por eso cuando se realizó el acto oficial en la puerta de la expo, del que participaron escritores (la delegación argentina participó y tuvo su propio acto en el pabellón del invitado de honor), artistas y un buen puñado del pueblo jalisciense, se rodeó el predio de policías armados hasta los dientes, fijando la metáfora con ironía y fatalidad: la meca de los libros cercada por la violencia, la verdad y la gente afuera de ella, custodiada por los mismos que matan estudiantes y los desaparecen.
En su libro "Páginas de la herida" John Berger cuestiona cierta visión del tiempo que lo mide en términos lineales objetivos, sin considerar la experiencia que se vive en ese devenir, es decir, hacer del paso del tiempo un fenómeno subjetivo ligado al sentir y no al transcurrir. Berger llama a esto "tiempo biológico" o "tiempo de la conciencia". El tiempo se medirá entonces por acumulación o disipación. Cuanto más profunda sea la experiencia de un momento, mayor será la acumulación de experiencia. Si bien nos dará la sensación inmediata de que ese momento fue fugaz, en el futuro lo recordaremos como algo que duró mucho tiempo. En cambio, las experiencias frívolas y superficiales se disipan. Es por eso, supongo, que la lectura de un libro deja una huella persistente, el recuerdo de un hecho comparable a toda una vida, que puede equipararse quizá a la vida de los personajes que hemos experimentado en la lectura. Será por esto también que el recital de Pedro Aznar en el escenario de la Feria pareció irse tan rápido, y aún así todavía escucho su voz, y a través de la de él a Spinetta, a Charly y a toda la tradición de nuestra música. Si no canto lo que siento/ me voy a morir por dentro/ he de gritarle a los vientos/hasta reventar/ aunque sólo quede tiempo en mi lugar. Inolvidable, o en todo caso, como diría Berger, una extensa experiencia consciente vivida sobre el tiempo. En un momento, sentado entre las miradas que brillaban contra las luces del escenario, a mi lado creí ver una cara conocida, acaso rescatada de la memoria más lejana. No sería hasta después que me daría cuenta de quién era.
Como dijo Feinmann, el "Boom" latinoamericano, un fenómeno editorial que llevó a la fama mundial a varios escritores de este continente, nos dejó también como contrapartida un mandato por el cual sólo Europa tenía y tiene la potestad del logos, de la racionalidad, y nosotros sólo estamos habilitados a construir un imaginario de nuestro pasado y nuestro presente a partir de lo instintivo, lo primordial como herencia de nuestra "ancestralidad". La violencia no la podemos pensar como consecuencia de un mundo injusto, plagado de diásporas y de riqueza ajena, porque nuestra violencia está sólo reservada a la locura de dictadores, guerrilleros o narcotraficantes, es decir, no podemos pensar el mundo, sino tan sólo pensarnos a nosotros mismos. Cierta discusión entre los escritores invitados parecía girar entorno a ese equívoco, incluso hasta el colectivo que pretendía reunirlos llevaba en su nombre el germen de esa discusión: "Latinoamérica viva". Lo curioso es que no hay rasgos en común, tan sólo la pertenencia a ese imaginario. Cuando el poeta portorriqueño hablaba de San José, para responder sobre cómo se describen las ciudades latinoamericanas, hablaba de un lugar absolutamente diferente a la Buenos Aires que describía su colega, a San Pablo, a México. Sólo nos bajamos del coche para ir a trabajar, y al Shopping, dijo. Y todos asentían como si se repitiera eso en todos los países. Cuando preguntaron sobre la violencia, la escritora salvadoreña se quejó: "por qué los latinos tenemos que escribir sobre la violencia. ¿Acaso no nos podemos enamorar? Cuando la discusión giró hacia el mercado editorial, no sin cinismo dijo: "lo que faltan son lectores". Y abajo la feria hervía de gente, un lunes a la tarde.
Sentado en el bar que estaba junto al stand de Colombia único con un café decente , me mira y lo reconozco. Es Mario Trejo, y a su lado el hombre al que creí conocer en el recital. Una mujer intenta sacar libros de un mostrador y se le cae toda la hilera, y Mario chista con fastidio y me guiña el ojo. La mujer lo mira, desconsolada y Mario le grita: ¡en vez de mirar acomode eso, caramba! Ha hecho eso toda la tarde, dice su compañero, sonriendo. Ambos lo hacen. Busqué sus libros en las computadoras de la feria, no están ninguno de los dos, les digo. Mario se encoge de hombros y me contesta lo que solía decir de otros escritores, ninguno está en la enciclopedia británica como yo. Bernardo parecía pensar, trataba de encontrar supongo una razón, como a todo hecho y pregunta que se le ha presentado en la vida, pero en realidad pensaba en otra cosa: "che, ¿acá hay trenes? Me gustaría ir a Sinaloa, o a Chiapas; eso, a Chiapas".
En uno de los paneles nacionales, los escritores argentinos hablan de la obra de Bioy Casares. Todos impecables, menos un jovencito irreverente que trata de ganar cartel ante los consagrados con frases explosivas e improbables. "Fue el novelista más grande que tuvo la Argentina". Mario me mira de lejos y se sonríe. Noe Jitrik desde el público pide la palabra y fija un segmento de novelistas desde la generación liberal hasta Di Benedetto. Algunos no pueden creer que no haya nombrado a Aira. Bernardo Kordon arruga la cara y le pregunta algo a Mario y este vuelve a encoger los hombros.
Es cierto que soñaba con encontrarlos en la feria. Un sueño tonto, que no dice mucho, pero por eso es un sueño. Quizá cuando escribí esos nombres en la computadora aparecieron en el bar. Cuando me pregunten si estoy loco, o si realmente los vi, también voy a encoger los hombros, y a sonreír.
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