CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
La escena es inverosímil, tan imposible que sólo puede ser real. Tiene lugar en un aeropuerto de los Estados Unidos, en 1997. Son los últimos en bajar del avión. Cuando parece que ya no queda ningún pasajero, aparecen los dos: la hermana abriendo la marcha y el adolescente detrás, con pasos tímidos o dubitativos, como temiendo lo que le espera en esa familia apiñada que lo aguarda con la ansiedad y la emoción lógica del reencuentro imposible. No es de extrañar. Nicholas Barclay había desaparecido el 13 de junio de 1994 en San Antonio, Texas, y cuando se suponía que engrosaría para siempre las listas de chicos desaparecidos alguien llamó desde España, al otro lado del Atlántico, para decir que lo habían encontrado. Usa ropas holgadas, una gorra de béisbol, lentes oscuros y un pañuelo alrededor del cuello que le emboza un poco la cara. Sólo que en lugar de un chico americano de dieciséis y de ojos claros, es un francés de ojos marrones que habla con acento indisimulable y tiene veintitrés. Frédéric Bourdin, el camaleón, que asegura haber asumido más de 500 identidades falsas a lo largo de los años, es acaso el más sorprendido de todos cuando esa familia quebrada lo reconoce y lo abraza.
Hijo ilegítimo de Ghislaine Bourdin y un inmigrante algeriano de nombre Kaci - que trabajaba con la madre y era casado, y cuyo apellido nadie logra recordar- , Frédéric Pierre Bourdin nació en un suburbio de París el 13 de junio de 1974. No tuvo una infancia fácil: al cabo de dos años y medio un juez determinó que la madre no estaba en condiciones de criarlo adecuadamente y le entregaron la custodia a los abuelos. Un par de años después se lo llevaron a vivir a Mouchamps, al sureste de Nantes, donde empezaría a mostrar los primeros signos de una fabulación pertinaz: solía decir, entre otras cosas, que su padre nunca estaba porque era un agente secreto británico en misión permanente. A los doce fue ingresado en Les Grézillières, el primero de los muchos hogares juveniles que transitaría a lo largo de los siguientes años, de los que no tardaba en huir.
En 1990, después de haber cumplido los dieciséis, asumió la primera de las muchas identidades falsas que habrían que venir: se acercó a un policía en las calles de París aduciendo ser un chico perdido inglés de nombre Jimmy Sale. "Soñaba que me enviarían a Inglaterra, donde siempre imaginé que la vida era más hermosa", declaró hace unos años en el maravilloso artículo de David Grann para el New Yorker. Fue sólo el comienzo. Durante los años siguientes atravesó Europa entrando y saliendo de orfanatos, casas de acogida, escuelas y hospitales infantiles, siempre con nombres y nacionalidades diferentes. Y ya no supo o no quiso parar. Durante más de 15 años entregó su vida a tratar de ser Peter Pan.
Estuvo en Alemania, Bélgica, Suiza, Irlanda, Italia, Dinamarca, España, Estados Unidos. Buscado por Interpol, con causas de suplantación de identidad - especialmente de menores- en más de una decena de países, se transformó en un especialista en el arte de la impostura. Aún adulto, cuando ya tenía que usar gorras para ocultar una calvicie incipiente y usar cremas depilatorias faciales para disimular las huellas de la edad. Una de sus últimas aventuras data de 2005, cuando a los 31 años se hizo pasar por Francisco Hernández Fernández, un huérfano español de 15 años, y llegó a estar matriculado durante más de un mes en un colegio de Pau, al sur de Francia. Las autoridades, cuando descubrieron la verdad -alguien lo reconoció de un programa de televisión: por entonces ya era uno de los impostores más famosos del mundo- , no salían de su asombro. Bourdin no sólo doblaba en edad a los chicos con los que había convivido, era incluso más grande que algunos de los maestros.
Pero sin dudas el caso más perturbador, asombroso y resonante fue el que dio lugar al documental The Imposter, dirigido por Bart Layton en 2012. La historia empieza con una llamada a la policía desde un teléfono público en Linares, España. En octubre de 1997, un par de turistas acaba de encontrar a un asustadizo adolescente de 15 o 16 años, con evidentes señales de haber sido abusado o maltratado. El chico perdido es, por supuesto, Bourdin, quien por entonces tenía 23, y que en lugar de inventarse una falsa identidad opta por robarse una: la de Nicholas Barclay, un tejano de 13 años, rubio y de ojos azules, desaparecido en junio del 94 en San Antonio. A pesar de las diferencias indisimulables, la hermana de Barclay viaja a España y lo reconoce. Durante 5 meses, Bourdin asumió la identidad de Barclay y vivió en Texas con una familia que, por motivos insondables o acaso demasiado oscuros, eligió creer que se trataba de él.
La historia es tan sórdida y compleja que me voy a abstener de contarla en tan poco espacio. Baste decir que el documental se parece a un oscuro thriller psicológico sobre un embaucador fascinante, tan amoral como necesitado de afecto, tan monstruoso como seductor, y una familia que quiere o necesita creer en él a pesar de todas las imposibilidades, por motivos que resultan tanto o más retorcidos que el de la suplantación. Y un detective en busca de una verdad, y el FBI, y algunos misterios. Vean el documental, lean el imperdible artículo "The Chameleon" de David Grann, que salió en The New Yorker en agosto de 2008 y suspendan la incredulidad. No olviden, en ningún momento, que todo eso que parece tan increíble, sólo puede ser real.
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