CONTRATAPA
› Por Paul Citraro
Estabas en el Hospital Carrasco cuando te enteraste de la muerte de tu madre. Tenías esa incontrolable adicción a los diarios, leías tres o cuatro, todos los días. Leíste en uno de ellos: "Aurelia Martines, sesenta y dos años". No podía ser otra que ella a pesar del craso error, tu madre se apellidaba Martinez y no Martines, con ese al final. Poco después te lo confirmaron con un llamado. Continuamente nos corregimos y nos corregimos a nosotros mismos con la mayor desconsideración, porque a cada instante nos damos cuenta de que todo -lo escrito, pensado, hecho- lo hicimos mal. Y corregimos hasta que en algún momento, llega la verdadera corrección. La muerte es eso.
A tu madre le había llegado la corrección, y vos estabas muy enfermo y a cualquiera de los dos podía haberle llegado primero la corrección.
Recordando el rostro de tu madre, no podías dejar de lado las características de las mancha color café sobre su piel. A ella, sus amigas siempre le dijeron que esas manchas eran causadas por problemas en su hígado. Tenías una sombra en tu pulmón, una sombra que caía sobre toda tu existencia. Y ahora Carrasco era una palabra muy aterradora. Te habían diagnosticado tuberculosis abierta, pero toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. La esencia de la enfermedad es tan oscura como la esencia de la vida. Te considerabas afortunado por tener solo una mancha, solo un agujero en el pulmón, solo una tuberculosis contagiosa y no un cáncer de pulmón. Tu madre tenía cáncer de hígado. Esa alimaña culpable de las manchas sobre la piel.
Te dieron de alta, te convertiste en un paciente ambulante, entrabas y salías del hospital. Y hasta pudiste despedirte de ella, que estaba en casa. Y consideraste que ella era afortunada. Los enfermos de muerte deben estar en casa, llorar en casa, morir en casa y no en un hospital. Sobre todo no entre iguales, no debe existir horror mayor. La mirada de ella era clara, tan clara y transparente que sin decir nada todos notaban el vacío que se venía. Volviste al Carrasco, ahora tu cuerpo estaba hinchado, inflado por los medicamentos que te abarrotaban. Parecías una piñata humana. Tenías un aspecto debidamente enfermo y eras realmente cualquier cosa menos una persona sana. Aquellas noches fueron las más largas de tu vida. Fue en el Carrasco que leíste el periódico, Martines y no Martinez. Grosero error. Martines es de origen sefaradí y tu madre no era judía. Aunque todos los hombres de occidente son quizás, hijos de un judío, y días más días menos también esperan que les llegue la verdadera corrección o aplazan ellos mismos la propia. Sería enterrada el 26 de diciembre, en el cementerio La Piedad, un día después del brindis de Navidad. Provincias Unidas, la avenida que da al enterratorio estaba vacía completamente, lo inexorable nunca fue algo tan exclusivo. Tu madre había llegado para quedarse y no volver, quedarse para vestir santos. Te escapaste del hospital para asistir al entierro, para volver a despedirte de tu madre. Observaste con suma precisión todos los rostros del cortejo fúnebre. En ese momento te diste cuenta de la gravedad de la pérdida, en la solemnidad de los rostros ajenos. Caras vencidas por lo inexorable, por la cercanía de la corrección, rostros incapaces de corregirse a sí mismos.
Ya en el cementerio, pensaste las primeras líneas de esa carta que no le escribiste unos días antes, pensaste en una canción de los Redondos; El futuro llegó hace rato. No hay nada que esperar, el tiempo es hoy, la vida es hoy, el hoy es lo único que hay, el futuro es una ilusión. O una lápida nueva.
Rápidamente comenzaste a decir; Martinez, Martines, Martinez, Martines, Martinez, Martines, Martinez. Un error que merecía ser arreglado, quizá no, pero vos no podías corregirlo, solo pronunciar el apellido bien y mal. Te dio un ataque de risa y todos te miraban y no podías parar de reírte, no podías disimilar semejante hijaputez. Martines, muchos queremos ser capaces de la verdadera corrección y no podemos. Y la aplazamos continuamente o creemos que la aplazamos cuando en realidad ocurre que no podemos. No somos capaces. Tenemos miedo.
Como no aflojaba el ataque de risa no te quedó otra que irte del cementerio sin poder volver, sin despedirte de tu madre. Esa tarde decidiste no volver al hospital, la palabra Carrasco sonaba tan aterradora como muerte. Fuiste a tu casa en barrio Echesortu, abriste el ropero y te pusiste la casaca del canalla. Caminaste hacia la última habitación de la casa y acurrucado en un rincón, muerto de miedo, muerto de odio, esperaste que venga alguien y te abrace.
Llovía sin parar. Y los paraguas son más caros cuando llueve.
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